Revista Diario

El largo camino a casa

Publicado el 13 agosto 2011 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 33a en la saga del Dr. Kovayashi.

Dos hermosas criaturas de la selva | Prisioneros del Paraíso >

De haber recordado sólo algunas de las lecturas de su juventud, aquellas que distraían sus tardes como El Sargento Kirk o Apache, el doctor habría tomado ciertos recaudos antes de partir. Pero como suele sucederle a los hombres cuando actúan sin vigilar sus impulsos, Kovayashi, sin darse cuenta, estaba escribiendo en su historia un hecho cuyas consecuencias lamentaría por toda su existencia.

“Los largos años de lucha contra los indios
le habían dado al Sargento Kirk
un instinto animal de presa
y una infinita paciencia.”

Antes de abandonar el aguantadero se echo al hombro un morral deshilachado con los mínimos bártulos necesarios para el regreso. Provisiones, bebida, machete y un encendedor a bencina. Sabía por experiencia que el camino sería largo e inseguro, pero esta vez contaría con dos adláteres como David y Nikola. También llevaba los cuentos de Feather y Teller ya que aún le faltaba terminar la historia del Gringo y otros cuentos. Y para las eventualidades que, estaba convencido, surgirían durante el viaje llevaba en un bolsillo la filosa estrella que meses atrás le había obsequiado el Dr. Yang.

“Lo que ahora veía sobre el horizonte
no eran nubes sino señales de humo
que escribían en el cielo
sobre territorio Pawnee.”

Una vez fuera de la choza sintió que el amanecer le erizaba la piel como una tricota de estopa. En siete meses de selva había conocido docenas de espíritus salvajes, y el frío era uno de ellos. Por eso permitió que se le metiera por cada uno de sus poros. Al cerrar los ojos creyó estar oliendo las flores de su jardín y escuchando el traquetear apagado de los neumáticos en los adoquines. Pero el espíritu de la música, el más añorado, ése era ajeno a la selva. Hacía que las tripas del doctor hirvieran con el recuerdo de la Obertura 1812. El pecho del doctor exageraba la emoción del retorno mientras sus manos inquietas jugueteaban con el encendedor. Había aguardado con paciencia el momento de eliminar sus rastros de la faz de la tierra. Por eso su corazón y, por empatía, los de sus primates amigos se inflamaron cuando la choza estalló con un woof sofocante y abrasador que, hambriento, la hizo arder hasta el suelo. Ya se encargarían la selva y la fotosíntesis de rellenar el claro en poco días.

“Desde antes del amanecer cabalgaba por el desierto.
Ni él mismo sabía adónde iba. Lejos, eso sí.
Quizás a reunirse con los restos de los Tchatogas,
entre los que tantos estragos hiciera su carabina.”

“En marcha”, gritó Kovayashi, y cinco minutos después toda la troupe se abría camino animadamente a través del sotobosque. Nunca se había imaginado tanta compañía para el retorno. David y Nikola iban en sus hombros y Scalisi, Rómulo y la Sra. W. caminaban 30 metros por detrás. Por último, en un dosel imaginario de epífitas y lianas, α y β cumplían su palabra de llevarlo hasta la frontera.

“Así fue cómo el sargento Kirk, el teniente,
los soldados y el cacique prisionero
emprendieron la marcha hacia Fort Sherman,
adonde ninguno llegaría jamás.”

A pocos kilómetros de allí, un hombretón sucio y barbudo apostado sobre una torre disimulada en la vegetación avistó la columna de humo. Dejó por un instante sus binoculares y encendió el intercomunicador. Abajo, en el campamento, los traficantes de fauna escucharon con estupor sus dos palabras. “Tenemos visitas”. Al unísono todos amartillaron sus revólveres.


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