La estación es siempre la misma: un lugar ruidoso, alargado, oloroso y bullicioso.
Los vagones salen en hileras desde varias vías.
El reloj embutido en una de las paredes del hall principal es demasiado redondo y demasiado grande. Sus agujas marcan con una determinación angustiante el tiempo.
En la boletería, un señor de traje obscuro y un ojo con un parche color piel, tiene todo el tiempo agendado en un libro que tiene tanto polvo como le cabe entre sus hojas.
La tinta con los horarios y las fechas sobreviven de un negro intenso, es un milagro.
Ella se acerca a la boletería. Lleva un trajecito ni muy ajustado ni muy suelto. Sus zapatos de medio taco repiquetean sobre las baldosas con arabescos. Sus rulos están recogidos en una especie de media red. Al llegar, abre su bolso, y saca un ticket. Quiere saber cuánto falta para que su tren salga al fin.
El señor de la boletería toma el ticket, lo coloca debajo de un aparatejo raro que supuestamente determina su autenticidad. El número de serie comienza a vibrar, y sobre el final se ve claramente el número de folio en donde debe buscar la franja de tiempo asignado.
Se calza un monóculo en su ojo sano, y con un golpe seco apoya el libro del tiempo sobre el mostrador. Ella tose y se aleja.
Luego de unos interminables minutos y muchos murmullos, él al fin encuentra la fecha y la hora estipuladas.
Anota todo esto en un formulario, junto con el nombre del ramal, el andén y el asiento que le corresponde, no sin antes decirle que si no sale ya a paso firme, lo perderá, teniendo que esperar a otra ventana de tiempo, alguna que otro mortal decline de usar.
Ella sonríe por primera vez, se saca la media red y deja al descubierto un manto de pelo que muere al final de sus hombros. Abandona los zapatos de medio taco y se dispone a correr, correr como siempre, como nunca.
Llega justo a tiempo. El vapor de la locomotora juega aún entre su pelo cuando logra encontrar su asiento. Un asiento azul en un vagón amarillo con vista a la ventanilla. Al lado suyo, el asiento desocupado se vuelve un lugar habitado.
Se miran sin decir palabra.
Así comienza el viaje.
Patricia Lohin
Foto Vivian Maier
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