Revista Literatura
El libro, por Blanca Miosi
Publicado el 28 agosto 2011 por BlancamiosiEl olor a carne putrefacta que arrastraba el viento se filtraba por las rendijas de las puertas y ventanas. Fito sabía que provenía del cuerpo de su abuelo que permanecía afuera, en el patio, no más lejos de lo que sus fuerzas pudieron arrastrarlo. Quiso cavar un hoyo para meterlo dentro como había visto hacerlo con su abuela ya hacía tiempo, pero la pala era demasiado pesada. Para evadir el ruido de los truenos se concentró y recordó las veces que fueron los dos a visitarla al cementerio. «Ella está en el cielo», decía su abuelo. Se preguntó si él también estaría arriba entre las nubes. Lo dudaba, pues se estaba pudriendo en el patio. Y para ir al cielo debía estar bajo tierra en el cementerio. Concluyó.
Fito esperó en la oscuridad, escondido en un rincón alejado de las ventanas, tal como su abuelo le había enseñado que lo hiciera cuando hubiera tormenta, hasta que el viento amainó.
Y llegó el silencio.
Era tan pesado que casi podía sentirlo en sus espaldas; por un momento prefirió que siguiera ululando, a sentir la soledad como compañía. ¿Cuánto tiempo habría de soportar el hedor que despedía el abuelo? Se preguntó. De haberlo sabido no le habría clavado la estaca en el pecho. Pero debió hacerlo, estaba convencido de que era un vampiro, las señales eran claras. El libro lleno de dibujos que dejó el forastero no podía estar equivocado. Su abuelo siempre le había dicho que la sabiduría estaba en ellos, caviló Fito.
Las luces del alba iluminaron con timidez el entorno desolado que Fito veía desde la puerta. Salió y se acomodó en el largo banco donde solía sentarse con su abuelo a contemplar el horizonte, el mismo por donde vieron acercarse al forastero que le regaló el libro cuando se enteró de que sabía leer. Desde ese día fue su compañero inseparable. Lo sujetó fuertemente para que no se terminaran de desprender las hojas que de tanto manosearlas estaban casi sueltas. Tenía hambre, pero recordó que cuando leía su libro se olvidaba de comer, así que empezó a pasar las hojas tantas veces recorridas, para engañar al estómago, y se fijó una vez más en el vampiro. Drácula, se llamaba. El mismo corte de pelo de su abuelo, los mismos ojos, y hasta la misma sonrisa. En lo único que difería era en que su abuelo no tenía colmillos, o por lo menos, nunca se los había visto, pero no le cabía la menor duda de que era él. Con sumo cuidado dejó el libro en el asiento y se dispuso a mirar el horizonte, extrañando los días en los que él y su abuelo lo hacían.
B. Miosi