El libro y otros medios de transporte por Juan Villoro.

Publicado el 27 marzo 2010 por Susanabb
LEER PARA VIVIR Juan Villoro
El fin de los libros se anuncia con frecuencia, pero los desastres del mundo refrendan su importancia.
La lectura es como el paracaidismo: en condiciones normales la practican algunos espíritus arriesgados, pero en caso de emergencia le salva la vida a cualquiera.El Segundo Encuentro Nacional de la Voz y la Palabra se presta para reflexionar en la lectura, la forma silenciosa y profunda en que una voz se comunica con otra. A pesar de los muchos estímulos culturales de que disponemos, la palabra mantiene una fuerza inquebrantable.
Hace unos meses, Óscar Tulio Lizcano, víctima de la guerrilla colombiana, rindió un inaudito testimonio de la forma en que los libros preservaron su dignidad. En la clínica de Cali donde se recuperaba de ocho años de privaciones como rehén de las FARC, habló de la selva donde perdió veinte kilos pero no la lucidez. De los 50 a los 58 años vivió agobiado por las enfermedades, la desnutrición, las humillaciones de perder todo sentido de la privacidad. Para conservar la cordura, clavó tres palos en la tierra y decidió que fueran sus alumnos. Lizcano les enseñó política, economía y literatura. Como tantos maestros, se salvó a sí mismo con la prédica que lanzaba a sus perplejos discípulos. Un comandante vio el aula donde los palos tomaban lecciones y decidió pasarle libros. Lizcano leyó a Homero y seguramente admiró la desmesura de Héctor, dispuesto a desafiar al favorito de los dioses. “La poesía me alimentó”, dijo el hombre cuya dieta material era tan ruin que se veía mejorada por un trozo de mono o de oso hormiguero.
En las cárceles, las dictaduras, el exilio y los hospitales otros lectores han encontrado un consuelo semejante. Aunque el fin de los libros se anuncia con frecuencia, los desastres del mundo refrendan su importancia. “Soy un optimista de la catástrofe”, ha dicho George Steiner a propósito de la vigencia de la letra. Cuando el viento sopla a favor, la gente come espagueti o duerme la siesta. En los momentos de prueba y las horas bajas, busca el auxilio de un libro.
En Los náufragos de San Blas Adriana Malvido relata la odisea de tres pescadores mexicanos que se extraviaron en el Pacífico durante 289 días. La sed, el hambre, el sol y los tiburones eran sus más evidentes enemigos. Tuvieron que sortear esos peligros, pero también el tedio, la convivencia forzada, las ideas que podían llevarlos a la demencia. ¿Cómo sobreponerse a esos días inertes e idénticos a sí mismos? Uno de los pescadores, Salvador Ordóñez, llevaba una Biblia a la que atribuye su supervivencia: “Esta Biblia me dio confianza en el mar. Me salvó”, dijo a Malvido.Otro de los tripulantes, Lucio Rendón, no era afecto a la lectura, pero enfermó y pidió que le leyeran. Cuando los náufragos fueron rescatados, acababan de repasar el Apocalipsis de San Juan.
Abundan los ejemplos de libros que han dado fortaleza a en situaciones límite. De acuerdo con Bertrand Russell, la obra más impresionante y mejor escrita sobre la vida en cautiverio es Un mundo aparte, del polaco Gustaw Herling. Este testimonio excepcional también fue admirado por Albert Camus y Jorge Semprún, quien conoció los rigores del campo de concentración de Buchenwald. De 1940 a 1942 Herling estuvo preso en cárceles soviéticas de la región de Kargópol. Su libro revela el grado de aniquilación al que llegó el estalinismo. En ese “mundo aparte” los prisioneros dormían bajo un foco encendido y sólo en el hospital recordaban lo que era la noche. Ahí Herling leyó y releyó el testimonio de Dostoyevski sobre Siberia, La casa de los muertos, sorprendido de que un libro sobre la dureza de la cárcel pudiese aliviar e incluso alegrar su encierro. Uno de los misterios de la literatura es que gratifica al mostrar el sufrimiento, y lo trasciende con la emoción de la obra lograda. Herling no encontró en Dostoyevski una evasión sino un espejo. La casa de los muertos le fue prestada por una mujer que leía esas páginas con obsesión y ansiaba que él terminara la lectura para volver a ellas. Al razonar su pasión por ese Libro de los libros, la mujer le dice a Herling: “Cuando no hay esperanza de salvarnos, ni la menor fisura en los muros que nos rodean; cuando no podemos levantar la mano contra el destino, precisamente porque es nuestro destino, solamente queda una cosa: levantar la mano contra nosotros mismos”. Esa lectora ya no se sentía dueña de su vida. El libro le reveló que aún podía ser dueña de su muerte. La posibilidad de decidir su último destino, de suicidarse o aplazar ese acto, le otorgó una poderosa sensación de libertad. El pasaje muestra un caso límite, la disyuntiva final en la que seguir respirando implica un desafío. Gracias a la lectura de Dostoyevski, el calvario se convirtió en una forma de la resistencia.
Vayamos a otro urgido de literatura. Hace un par de años Sean Connery recibió uno de esos premios por trayectoria de vida con los que el mundo del cine resalta su glamour y donde las luminarias hablan del festejado como si recitaran parlamentos de un guión. Después de una lluvia de elogios sobre la ardua tarea de besar mujeres hermosas en el papel de James Bond, alguien recordó el humilde origen de Connery en Escocia, el cuarto en el que fue recogido de bebé y donde le asignaron como cuna el cajón de un escritorio. Su destino original era el de un descastado, pero se convirtió en un icono de la cultura de masas. Después de eso, el actor tomó la palabra. Curiosamente, no contribuyó a la mitología de Hollywood con anécdotas de filmación. Connery se limitó a decir: “Es cierto que mi origen fue poco auspicioso, pero a los cuatro años me ocurrió un milagro: aprendí a leer”. El aprendizaje del alfabeto puede parecer poco espectacular. Para alguien que dormía en el cajón de un escritorio, significó un cambio de piel.
En caso de necesidad, la lectura salva. A veces, el libro en cuestión ni siquiera tiene que ser bueno. En 1781, Diderot curó la depresión de su mujer leyéndole novelas sentimentales que hubieran sido tediosas para un lector menos triste.
Kafka era más exigente: “Sólo me gustan los libros que muerden”. En la cárcel o el naufragio, ese mordisco recuerda que no hemos sido destruidos. En la vida común, permite saber que no somos tan comunes.
Una lectora anónima en un tren de Edward Hopper: "Compartment C, Car 293"
***LLEGÓ EL MOMENTO DE INVENTAR EL LIBROJuan Villoro
Dedicatoria autógrafa de Pablo Neruda a Julio Cortázar en Estravagario.
¿Qué tan novedoso debe ser un invento? La importancia de un producto suele depender de su capacidad de sustituir a otro. La tecnología necesita contrastes; sus aportaciones se miden en relación con lo que había antes. El inventor es el hombre que llega después.
Lo nuevo existe en serie: es la última parte de una secuencia, requiere de algo que lo anteceda. Esto lleva a una pregunta: ¿Podemos inventar hacia atrás? ¿Qué pasa si le asignamos otro orden a la historia de la técnica?
Imaginemos una sociedad con escritura y alta tecnología, pero sin imprenta. Un mundo donde se lee en pantallas y se dispone de muy diversos soportes electrónicos. Abundan los receptores de textos e incluso se han diseñado pastillas con resúmenes de libros y métodos hipnóticos para absorber documentos. Esa civilización ha transitado de la escritura en arcilla a los procesadores de palabras sin pasar por el papel impreso. ¿Qué sucedería si ahí se inventara el libro? Sería visto como una superación de la computadora, no sólo por el prestigio de lo nuevo, sino por los asombros que provocaría su llegada.
Los irrenunciables beneficios de la computación no se verían amenazados por el nuevo producto, pero la gente, tan veleidosa y afecta a comparar peras con manzanas, celebraría la ultramodernidad del libro.
Después de años ante las pantallas, se dispondría de un objeto que se abre al modo de una ventana o una puerta. Un aparato para entrar en él.
Por primera vez el conocimiento se asociaría con el tacto y con la ley de gravedad. El invento aportaría las inauditas sensaciones de lo que sólo funciona mientras se sopesa y acaricia. La lectura se transformaría en una experiencia física. Con el papel en las manos, el lector advertiría que las palabras pesan y que pueden hacerlo de distintos modos.
La condición portátil del libro cambiaría las costumbres. Habría lectores en los autobuses y en el metro, a los que se les pasaría la parada por ir absortos en las páginas (así descubrirían que no hay medio de transporte más poderoso que un libro).
La variedad de ediciones fomentaría el coleccionismo; los pretenciosos podrían encuadernar volúmenes que no han leído y los cazadores de rarezas podrían buscar títulos esquivos y acaso inexistentes. Sólo los tradicionalistas extrañarían la primitiva edad en que se leía en pantalla.
En su variante de bolsillo, el libro entraría en la ropa y sería llevado a todas partes. Esta ubicuidad fomentaría prácticas escatológicas en las que no nos detendremos. Baste decir que acompañaría a quienes necesitaran de distracción para ir al baño.
Las más curiosas consecuencias del invento tardarían algún tiempo en advertirse. Una de ellas está al margen de la ciencia y la comprobación empírica, pero sin duda existe. El libro se mueve solo. Lo dejas en el escritorio y aparece en el buró; lo colocas en la repisa de los poetas románticos y emerge en un coloquio de helenistas. Las bibliotecas no conocen el sosiego.
El hecho de que incluso los tomos pesados se desplacen sin ser vistos representaría un misterio menor, como el de los calcetines a los que se les pierde un par en el camino a la azotea, si no fuera porque los libros se mueven por una causa: buscan a sus lectores o se apartan de ellos. Hay que merecerlos. El password de un libro es el deseo de adentrarse en él.
Las pantallas son magníficas, pero les somos indiferentes. En cambio, los libros nos eligen o repudian.
Otras virtudes serían menos esotéricas. ¡Qué descanso disponer de una tecnología definitiva! El sistema operativo de un libro no debe ser actualizado. Su tipografía es constante. Eso sí: su mensaje cambia con el tiempo y se presta a nuevas interpretaciones.
Para quienes vivimos en tristes ciudades en las que se va la luz, como México, D. F., el libro representa un motor de búsqueda que no requiere de pilas ni electricidad.
Qué alegrías aportaría el inesperado invento del libro en una comunidad electrónica. Después de décadas de entender el conocimiento como un acervo interconectado, un sistema de redes, se descubriría la individualidad. Cada libro contiene a una persona. No se trata de un soporte indiferenciado, un depósito donde se pueden borrar o agregar textos, sino de un espacio irrepetible. Llevarse un libro de vacaciones significaría empacar a un sueco intenso o a una ceremoniosa japonesa.
Con el advenimiento del libro, la gente se singularizaría de diversos modos. Esto tendría que ver con los plurales contenidos y la manera de leerlos, pero también con el diseño. Los fetichistas podrían satisfacer anhelos que desconocían.
¿Hasta dónde podemos apropiarnos de un artefacto? El libro es el único aparato que se inventó para ser dedicado, ya sea por los autores o por quienes lo regalan. Qué extraño sería instalar un programa de Word que comenzara con una cariñosa dedicatoria a la esposa de Bill Gates. En cambio, el libro llegó para ser firmado y para escribir un deseo en la primera página.
Las novedades deslumbran a la gente. El libro ya cambió al mundo. Si se inventara hoy, sería mejor.
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JUAN VILLORO México DF, 1956
"Realmente la felicidad no tiene historia. Esta la podemos disfrutar en la vida real, pero resulta muy tedioso tratarla en la literatura."
Nacido en el Distrito Federal de México el 24 de septiembre de 1956, tras estudiar sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y asistir al Taller de Cuento de Augusto Monterroso, de 1976 a 1977 fue becario del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) en el área de narrativa. Condujo el programa de Radio Educación El lado oscuro de la luna de 1977 a 1981 y de 1980 a 1981 fue jefe de actividades culturales en la UAM. Agregado cultural en la Embajada de México en Berlín entre 1981 y 1984, dentro de la entonces República Democrática Alemana, colaborador en publicaciones como Cambio, Gaceta del Fondo de Cultura Económica, El País, Letra Internacional, ABC, Diario 16, Crisis, El Malpensante, Letras Libres, Proceso y Vuelta, fue también jefe de redacción de Pauta y director de La Jornada Semanal, suplemento cultural del diario La Jornada, de 1995 a 1998.

Esta riqueza y variedad de experiencias cuaja en una obra que suma, a la diversidad de géneros literarios, la capacidad de ahondar en la sociedad mexicana y en el interior de sus habitantes, a la vez que una perspectiva cosmopolita para abordar las relaciones entre la cultura americana y la europea, sin ceder a tópicos ni exotismos. Poblados por gloriosos perdedores y solitarios acosados por sus difíciles lazos con un mundo sumido en la incertidumbre, los libros de Villoro ofrecen al lector un juego de entrecruzamientos en el que a menudo, como en el universo que retratan, el que gana pierde y cada quien es libre de cerrar los ojos a la evidencia o descubrir la visión reveladora de su destino.Profesor de literatura en la UNAM e invitado en las universidades de Yale, Boston y Pompeu i Fabra de Barcelona, ciudad donde reside en la actualidad, el autor colabora regularmente en la revista literaria Letras Libres, en los periódicos La Jornada (México) y El País (España), y en publicaciones como Proceso, Nexos y Reforma. Premiado en sus múltiples facetas de narrador, ensayista, autor de libros infantiles y traductor de importantes obras en alemán y en inglés, Juan Villoro es cada vez más reconocido como uno de los principales escritores latinoamericanos contemporáneos.

FUENTE: Página Oficial de Juan Villoro