El hombre menudo entró con grandes zancadas al estudio. Aquella noche había soñado con su gran obra. La obra que conseguiría hacerle pasar a eso que llaman posteridad. El lienzo, inmaculadamente blanco, aun se situaba desafiante en el centro del estudio.
El hombre menudo cogió uno de los carboncillos que se amontonaban desordenados encima de un bidón de plástico. Comenzó haciendo el bosquejo. Su mano se movía con libertad, como si fuera por sí sola.
El hombre menudo se alejo unos pasos para ver el resultado del dibujo a carboncillo. Lloró. Por fin lo había conseguido.
El hombre menudo siguió pintando con su paleta. Estuvo horas y horas. Sin parar. A las siete y veinticinco de una mañana fría y con nieve terminó el trabajo.
El hombre menudo durmió bajo el lienzo, ahora inmaculadamente pleno, como jamás lo había hecho en su vida. Cuando despertó, tapó el cuadro con una sábana y se marchó de allí.
Sin embargo, todo quedó en blanco.