Por: Iván EscamillaPublicado en: http://www.arts-history.mx/blogs/index.php?option=com_idoblog&task=viewpost&id=104&Itemid=57Fecha: Diciembre 03, 2008Menudo susto me llevé hace algunas semanas cuando revisé el dinero que me había entregado un cajero automático. Por un momento temí haber sido una víctima más del próspero negocio de la falsificación de papel moneda, pues pensé que el rostro que me observaba desde varios billetes no era, no podía ser, el familiar y bien conocido de Sor Juana Inés de la Cruz (ca. 1648-1695). Para mi tranquilidad, todo resultó estar en orden por lo que se refiere a las marcas de seguridad que el Banco de México ha incorporado al nuevo billete de doscientos pesos, aunque no dejé de sentir que bajo las tocas de la monja jerónima no veía yo a la autora de la erudita Carta atenagórica, sino a alguna modelo de las que anuncian cremas faciales y otros tratamientos de belleza. En efecto, con sólo compararla con la Sor Juana del billete anterior me resultó evidente que el diseñador del nuevo había aplicado a la monja el efecto rejuvenecedor o de lifting instantáneo que la publicidad (“¡desde la primera aplicación la piel se alisa!”) atribuye a algunos productos: las líneas de expresión del rostro han desaparecido, los ojos están mucho menos hundidos, la nariz tiene un lindo respingo y, gracias a sutiles cambios en su trazo, la boca tiene ahora una expresión de discreta pero innegable coquetería.
Sor Juana en los billetes de doscientos pesos, 2006 y 2008
A este paso, en la próxima mudanza de billetes que se haga ya no reconoceremos a Sor Juana, lo que no es poca cosa porque no hay personaje del virreinato más reconocible para la inmensa mayoría de los mexicanos que la gran poeta del siglo XVII. El resto de las grandes figuras de la Colonia purgan eternamente en el anonimato el pecado de pertenecer al que según la historia oficial es el período más negro y olvidable de nuestro pasado. En cambio, Sor Juana goza del privilegio –absolutamente inusitado en un país donde se lee tan poco y lo que se lee es con frecuencia basura– de que al menos un par de versos de su Sátira filosófica (sí, aquello de “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón”) subsistan en la memoria de muchos. Y acaso parte de la fortuna de Sor Juana entre el gran público se deba precisamente a que su nombre y su obra siempre han tenido adheridos un rostro y unos atributos perfectamente distinguibles, una fisonomía que, por sorprendente que parezca, tal vez ni siquiera en realidad fuese la suya.
Dejemos a los estudiosos sorjuanistas debatir si realmente existió un autorretrato o retrato hecho en vida de Sor Juana, o si aquel al que la monja alude en uno de sus sonetos (“Éste que ves, engaño colorido,/que del arte ostentando los primores,/con falsos silogismos de colores/es cauteloso engaño del sentido”) es en realidad una descripción poética que le hubiese dedicado alguno de sus admiradores. Lo cierto es que sus lectores a lo largo y ancho del entonces inmenso imperio español conocieron a la poeta casi tan pronto como sus versos, cuando su efigie apareció en el frontispicio dibujado por Lucas de Valdés y grabado por Gregorio Fosman para la edición sevillana de 1692 del segundo volumen de las obras de Sor Juana. Mercurio y Minerva coronan de laureles a Juana Inés, cuyo retrato en forma de óvalo ocupa el centro de la composición, mientras la Fama proclama sonoramente su triunfo poético.
Frontispicio del Segundo volumen de las obras de Soror Juana Inés de la Cruz, Sevilla, Tomás López de Haro, 1692, Biblioteca Nacional de España, Madrid
Siendo absolutamente sinceros, el rostro de Sor Juana hecho por Valdés no es nada agraciado; es más, hay en él cierto aire entre anfibio y reptiliano que desagrada un poco, y si no fuera por la cartela con su nombre y por la pluma que empuña nos resultaría imposible saber que se trata de la mujer que sus paisanos llamaron Décima Musa. Es imposible decir contó con alguna clase de modelo, si retrató a la monja de oídas o si simplemente se inventó sus facciones: saberlo no es demasiado importante, puesto que de todos modos en aquella época el acto de retratar no tenía la connotación de semejanza absoluta a la que nos ha acostumbrado la fotografía. Como sea, hasta ahora no existe ley ni mandato universal que obligue a quien escribe versos hermosos a ser además guapo, y muy probablemente los lectores de Juana Inés en 1692 no esperaban que la religiosa lo fuera. En su retrato simplemente tenía que parecer monja y escritora, y tanto el dibujante como el grabador cumplieron el encargo con creces. Y entonces, ¿cómo fue que Sor Juana, la que hoy todos queremos e idolatramos aún sin haberla leído, terminó pareciendo recién salida de un spa, como en los nuevos billetes de doscientos pesos?
Me adelanto a decir que la mayor parte de la culpa la tenemos nosotros, pero no lo habríamos logrado sin la involuntaria colaboración de un artista que, un poco como pasa con Sor Juana, es hoy probablemente el único pintor colonial cuyo nombre conoce la gente, si es que conoce alguno: el oaxaqueño Miguel Cabrera. La probable razón de que en 1750 se le encargara un retrato de Sor Juana fue que para entonces la monja se había convertido en una insospechada bandera de la defensa del genio y el honor americanos. Para los intelectuales criollos del siglo XVIII, Juana Inés era prueba de que aquí la naturaleza, al igual que en la vieja Europa, no había dejado de dotar a algunas pocas mujeres de una inteligencia exquisita. No se malinterprete esta opinión como un insulto en contra de la condición femenina en general. Sucede que en esa época se pensaba que el talento y la nobleza estaban providencialmente reservados a unos cuantos seres, elevados por encima de los demás hombres y mujeres vulgares. Al elogiar a Sor Juana se rendía un sincero tributo a todos los escogidos espíritus americanos que por la brillantez de sus logros habían sido capaces de equipararse a sus semejantes del Viejo Mundo, desmintiendo los prejuicios que afirmaban que nada bueno podía salir de América, y que los habitantes de nuestro continente eran en todo inferiores a los europeos.
Miguel Cabrera lo entendió así, como su cuadro nos deja ver con claridad. Para los rasgos del rostro de Sor Juana se sirvió, aunque embelleciéndolo, de un retrato póstumo pintado por Juan de Miranda, que posiblemente se encontraba entonces en el convento de San Jerónimo, y que ahora adorna el despacho de los rectores de la UNAM. En cambio, para la composición general Cabrera se inspiró en un retrato de la escritora mística española Sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665). Hoy en día la principal obra de la madre Ágreda, una “biografía” de la Virgen María, que le fue supuestamente revelada por la propia Madre de Dios, puede leerse como una especie de alucinante novela fantástica. Sin embargo, en aquella época tanto la autora como sus escritos eran objeto de intensa veneración en España y Nueva España, al punto de que entre los devotos circulaban diferentes estampas con el retrato de Sor María, una de las cuales, grabada por el flamenco Jan Baptist Berterham, fue el probable modelo de la Sor Juana de Cabrera. Que el oaxaqueño tomara como referente visual un retrato de la mística española tenía mucho sentido: se trataba de un prototipo que sus contemporáneos reconocerían con facilidad, y que imbuiría de respetabilidad al personaje retratado y a todo aquello que representaba para los criollos. Las semejanzas entre la estampa y el cuadro son evidentes: Cabrera, igual que Berterham, sentó cómodamente a su personaje en una silla cuyos descansabrazos tiene la misma forma que los del asiento de Sor María. En las mesas de trabajo frente a ambas hay libros abiertos, y aunque Cabrera sólo hace a Sor Juana hojear las páginas del suyo, las plumas de un tintero cercano hacen eco a la que Sor María sostiene en la mano para escribir en el propio. En el cuadro una de las manos se ocupa de sostener el rosario, pero por la forma de sujetar las cuentas replica sin duda la mano que en el grabado entreabre las páginas del libro. En lo que Cabrera se distanció de su modelo fue en la escenografía con que dotó a su Sor Juana: una hermosa y bien abastecida biblioteca, elemento ordinario en las efigies de sabios, escritores y catedráticos que se pintaron en México a lo largo de la época colonial. Como gran artista que era, Cabrera supo hacer de Sor Juana la encarnación de la sabiduría, caracterizada como una mujer que por fuerza debía ser hermosa porque, según el ideal que nos viene de la antigüedad clásica, todo lo bueno tiene que ser bello, y viceversa.
Jan Baptist Berterham, Sor María de Jesús de Ágreda, tomado de Ricardo Fernández Gracia, Iconografía de Sor María de Agreda, España, Caja Duero, 2003/ Miguel Cabrera, Sor Juana Inés de la Cruz, Museo Nacional de Historia, CNCA-INAH
El resultado de la invención cabreriana fue tan notable que cuando a partir de la primera mitad del siglo XX se inició el rescate crítico de la obra poética y la vida de Juana Inés, fue casi inevitable que se recurriera a él como su “verdadero retrato”, o como diríamos hoy, su foto de pasaporte, sin importar que la mujer llevara más de medio siglo enterrada para cuando se pintó el cuadro. ¿A quién le interesaba la Sor Juana “feíta” del grabado de 1692, aunque quizás fuese más cercana a su verdadera apariencia, cuando en el retrato de Cabrera estaba la gran poeta tal y como todo el mundo se la quería imaginar? Que esa imagen se impusiera no fue culpa solo del cine o las estampas de papelería, pues incluso inteligencias como la de Octavio Paz y hasta las expresiones más radicales del feminismo mexicano terminaron por caer en la tentación: Sor Juana tuvo que tener un rostro hermoso, una mirada de inteligencia profunda, un aire misterioso, algo que la convirtiera en el objeto de deseo de los hombres necios, y en el blanco de la intolerancia de perversos inquisidores falócratas que hubieran querido levantarle los hábitos… con nuestra monja hemos creado así un ídolo de perfección física, moral e intelectual un poco a la manera en que en Hollywood se conciben las películas históricas, con héroes y heroínas que tienen cutis perfecto y dientes parejos, aunque sabemos que antiguamente la gente que alcanzaba a sobrevivir hasta la edad adulta tenía la cara llena de agujeros de viruela y sarampión, y se quedaba sin dientes antes de los 40 años.
Y como en este país es imposible que exista un símbolo poderoso sin que tarde o temprano alguien encuentre la manera de sacarle raja, el rostro de Sor Juana sucumbió también a los caprichos del autoritarismo priísta. Desde finales de los años 70, y debido a la obsesión personal de la hermana del presidente José López Portillo, se suscitó un interés oficial por el “rescate” de la figura de Sor Juana, que tuvo como resultado una de las más recientes y sorprendentes incorporaciones a la galería de héroes de bronce de la historia oficial. Las plazas y bibliotecas públicas del país fueron invadidas por una cascada de reproducciones del retrato de la monja, todas basadas con mayor o menor fealdad en el retrato de Cabrera. Por si ello no bastara, la Sor Juana cabreriana (bien que bastante mal copiada) fue puesta en los billetes de mil pesos, con todos sus hábitos aunque con el nombre de Juana de Asbaje con el que se le conoció antes de profesar en el convento. Sería porque el régimen laico de la Revolución Mexicana no habría resistido la urticaria que le hubiera provocado colocar en su dinero un apelativo con tufillo de sacristía.
Sor Juana en el billete de mil pesos, 1985
De cualquier manera los curiosos billetes no tardarían mucho en desaparecer de la vista y las carteras de los mexicanos, luego de que la inflación galopante del sexenio de Miguel de la Madrid nos llevó a pagar las compras diarias con billetes de diez, veinte y hasta cincuenta mil pesos. La tal Juana de Asbaje regresaría a los billetes a finales de 1992 con la denominación de doscientos pesos en la que se mantiene hasta hoy, con lo que resulta ser una peculiar sobreviviente de la debacle priísta del año 2000. Eso sí, el dinosaurio tricolor no se fue sin darle en 1995 un último coletazo: el nombre de Sor Juana Inés de la Cruz fue colocado en letras de oro en el Congreso de la Unión al lado de los héroes de la Independencia, los defensores de la República liberal y los caudillos de la Revolución. En el colmo de la autoironía y el absurdo, el viejo régimen la llamó precursora de la lucha por la libertad, la tolerancia y la pluralidad, por más que sepamos que esta gran mujer empleó provechosamente su talento en escribir desde su convento sinceras alabanzas a los dogmas de la Iglesia, y hermosos elogios a los católicos monarcas de España y sus representantes, los virreyes.
Recientemente la reconocida actriz Jesusa Rodríguez, en una entrevista para anunciar su puesta escénica delPrimero sueño (La Jornada, 12 de noviembre de 2008), llamó a reivindicar el cuerpo de Sor Juana y no sólo su intelecto. No puedo evitar preguntarme cuál de todos los cuerpos de Sor Juana es el que Rodríguez nos pide rescatar: ¿el idealizado por Cabrera con los atributos de la escritura divinamente inspirada? ¿el que la incompetencia hacendaria y el autoritarismo convirtieron en papel moneda desechable y en letras de oro en el Congreso? ¿el frívolo rostro del nuevo billete de doscientos? ¿la imagen de cartón de la poeta novohispana desnuda, que Jesusa sostiene en la foto que acompaña a la nota arriba citada, y a la que pusieron un cuerpo no como el que tiene la mayoría de las mujeres de este país, sino de modelo veinteañera que vende yogurt light?
Jesusa Rodríguez y Patricia Saldarriaga con Sor Juana. Foto de Carlos Ramos Mamahua, La Jornada, 12 de noviembre de 2008
Con todo respeto, si con ello se refiere a su sexualidad femenina, debo disentir: no podemos recuperar el cuerpo de Sor Juana Inés de la Cruz, y a la vista de lo que se ha hecho con ella, quizás es mejor así. De Juana Ramírez de Asbaje, de su corporeidad, nada queda hoy más que polvo confundido con el de sus demás hermanas monjas, que no tuvieron la fortuna de gozar ni de su inteligencia ni de su talento, pero que sólo por ser personas y mujeres no deberían ser menos dignas de recuerdo o reivindicación. Si realmente hubiera querido que rescatáramos esa parte de su ser, Juana Inés no se habría andado con enigmas: habría hallado la forma de decirlo abierta y valerosamente con su pluma, de la misma manera que defendió ante el obispo de Puebla su legítima sed de saber en contra de quienes se lo negaban por ser mujer. Como ha ocurrido con la persona de tantas otras grandes mujeres y de tantos otros grandes hombres ya desaparecidos, ella se ha desleído entera en los conceptos de su prosa, en la música de sus versos personales y de encargo, y en la gracia y elegancia de su teatro sagrado y profano. Uniéndome al llamado de la propia Jesusa Rodríguez para que nos acerquemos a la obra de Sor Juana, me atrevo por mi parte a sugerir que por una vez busquemos ese tesoro por sí mismo, y no por lo que forzadamente queremos encontrar en él.