Esta historia comienza a las puertas del cementerio y termina en el cementerio. Terminará. A las puertas de otro. Cuando vaya, cuando consiga ir, si es que hay sitio porque más de 20 personas están consultando el precio de esta ruta ahora mismo, según parpadea la frase en rojo.
A dos horas veinte minutos de distancia, pensaba.
Para despedirse de los autores muertos, de los muertos de hambre y consumidos, pensaba. Otro gesto simbólico, porque no hay más originales que romper ni quemar. De mientras, siguen hablando los autores (jóvenes o ancianos, da igual) de fracaso o estrés desde textos con premios o libros publicados; me parto el culo de risa.
Mañana mismo podría hacerse el viaje relámpago. Está barato el avión a Praga. Ah, no, son necesarios varios trámites para avisar al SEPE de que salgo del país, que este mes es el primero en que cobraré el paro.
Entonces, mejor no. La solución es mucho más sencilla: explicarlo todo junto de una vez. No lo había hecho hasta ahora.
Así evito otros malentendidos estúpidos.
El manifiesto Josef
o Manifiesto espectral
El tiempo es mentira. Las influencias son mentira. La tradición es mentira.
La creatividad es verdad.
Nuestra responsabilidad era formarnos, algo de lo que hicimos buen uso convirtiéndonos en empollones con pasión, porque nos gustaba el estudio y ampliar nuestra mente.
Podíamos ser todo lo que quisiéramos en el futuro. Todo, menos lo que éramos.
La fuerza aplastante de las pulsiones artísticas provoca culpa y vergüenza desde temprana edad, porque no son cosa seria. Tampoco pueden ser un trabajo, algo que se realiza con tanta facilidad no puede ser un trabajo, dónde queda el sudor. Es una actividad insegura, ya lo dicen los prejuicios de anciano: los artistas son todos unos muertos de hambre o prostitutos drogadictos.
Y la extrañeza de la generación espontánea: en todo el árbol genealógico (hacia arriba, hacia abajo o a los lados, durante siglos) no existe vínculo o interés alguno en la creatividad. ¿De dónde sales tú? ¿Qué rareza es esta?
Las letras se rigen, más que otras artes, por el principio de Incertidumbre: algo no es bueno hasta que otro alguien autorizado no diga que lo es. Olvídate de oposiciones, estudios, títulos que validen conocimientos ni plazas de enseñanza. Nada.
El sistema educativo oficial, además, machaca con un hipotético futuro: todo será más adelante, por arte de magia. Tampoco nadie quiere explicarnos que leer y escribir son dos actividades paralelas pero no iguales, que su mecanismo es radicalmente distinto. No quieren o no pueden explicarlo; no lo saben.
Hipergrafía no está recogido aún en el diccionario. Es un término de la doctora Alice W. Flaherty, que trata de explicar la inspiración a través de las actividades y procesos cerebrales.
Su investigación científica queda a medias, sin embargo. Qué ocurre si no tienes depresión, ni epilepsia, ni lóbulos temporales que funcionen mal, ni tampoco antecedentes en el árbol genealógico por arriba, por abajo o a los lados de nada parecido a la depresión, ni a la epilepsia ni a lóbulos escacharrados. Qué sucede si se juntan el hambre con las ganas de comer.
La voz narradora queda sin explicación. Hay detonantes para las ideas, y el sistema educativo nos domestica para escribir por encargo. Pero otras veces, la voz narradora habla con vida propia. Sólo hace falta tiempo libre para transcribirla de manera simultánea.
Esto es correcto porque es un pasatiempo; se anima a aprovecharlo, sin embargo, con el único método conocido e inocente de los concursos literarios. Ese reconocimiento validaría, en el fondo, tanto desvelo. Otorgaría seriedad real.
Todo eso cambia un día, bajo el árbol morado, a las puertas del cementerio.
Pasaba por allí como atajo a casa, de vuelta del instituto. Mirando el lila intenso entre las ramas escuché el eco de una voz, más fuerte que en otras ocasiones. No era algo que flotara, lejano, sino un rumor denso. Los primeros segundos tuve que contener el pánico, sentarme en el banco de mármol lateral, empalidecer pensando que era una alucinación, marearme; tal que alguien estuviera sentado allí al lado, dictando con un leve susurro, palabra por palabra. Después, escuché y memoricé.
Por puro despiste, había olvidado entregar mi participación en el concurso literario del instituto, certamen pequeño que estaba segura de ganar en comparación con los serios y de adultos a los que ya me había presentado. Al año siguiente empleé el poema dictado ese día y gané el concurso.
En secreto, a la culpa y vergüenza por defraudar las expectativas familiares se agrega desde ese día el miedo.
Miedo a acabar alcoholizada, drogadicta, loca; sola.
Miedo a un principio de esquizofrenia o cualquier otra patología, que no llega nunca.
En secreto, también, después de la incapacidad del psicólogo del instituto para saber qué era eso (pero, en teoría, sí tenía capacidad para orientar laboralmente el futuro) se arraiga la filia por material analítico y universitario sobre psicología, psiquiatría o el estudio de escuelas filosóficas y espirituales milenarias.
Sordidez y mugre y halos, los fans, espejismos, aplausos, si me chupas la polla te daré el papel protagonista y otras cosas. Testigo de esa sordidez pero alejada, porque nunca me dolió; no era mi mundo, estaba allí de prestado. Hoy muchas de las jutías que se pavonean en las redes estarían dispuestas a cortarse un brazo por hacer una lectura de sus textos ante 1.000 personas bajo los focos.
Nunca les pregunté a ellos, los protagonistas vocacionales, si veían el mundo a través de la música, del escenario, tal y como yo lo veía con párrafos. Disimulé, me muté con ellos, empezó mi doble vida.
De nuevo el miedo secreto a acabar drogadicta, alcoholizada, loca; sola. A no ser capaz de conseguir ganarme la vida en serio (fuera lo que eso fuera).
No es necesario encerrarse el fin de semana sin salir con los colegas; se sale, se entra. Se cumple el horario laboral. Se domestica a la voz narradora para que hable pero que lo vuelva a repetir después, cuando se la puede escuchar.
El resto del tiempo son correciones interminables.
Todavía no es el momento, porque nadie ha dicho que sirva nada. Todos los certámenes literarios quedan sin respuesta.
Pero hay otra cara oscurecida. Cuando se narra por escrito noches o días enteros, sin sueño, sin hambre, sin cansancio y sin parar, lo último que en mente son las lecturas o la tradición literaria.
A los autores que les pasaba o pasa, llegaron a algo. Tú no.
Aunque hay excepciones.
Sobre todo, una.
Me acerqué buscando al hombre y encontré al hombre. O la versión que puede inferirse del hombre. O la que quise ver.
Me acerqué muy tarde pero acabé sumergida en una vorágine de lectura cruzada de diarios, las obras resultantes y los datos oficiales que se apuntan en la biografía. Estudios sobre que hablan de "misterio" o "entender a", cuando está clarísimo.
Pánico con frases literales en diarios y cartas que, se supone, nunca deberíamos haber leído; pánico absoluto con el mismo sueño convertido en su preceptivo relato (aquí). En mi versión, el enterrador lleva unos bigotes de Dalí y una paleta de pintor; traza "Aquí yace el porvenir"; el despertar es a gritos, más pesadilla que sueño.
La sola mención de Kafka provoca una punzada de dolor. El mito podría ser propaganda de Max Brod, con el tirón de la memoria histórica judía una vez termindas las Guerras. O puede ser cualquier cosa, pero la propia mano del autor lo explica bien claro. Es casi un insulto apelar al mito, porque como ciudadano corriente y vida humana, se murió en la mierda.
A menos que aceptemos diversas escuelas filosóficas o espirituales sobre la pervivencia del alma, que desde el otro lado haya visto lo que ha pasado, Franz se murió en la mierda, sólo con un libro de relatos publicado.
Veo a la persona, no al mito.
Quizá tampoco fue así.
Por eso quería despedirme a pie de tumba, por si acaso.
Pero los años de domesticación y fingimiento producen un monstruo aterrador, que se dispara en el momento en que desaparece una vida corriente, la capacidad de ganarse la vida y aparece el paro.
Reaparecen la culpa y la vergüenza.
Vergüenza por ser vieja y seguir mantenida por los padres.
Culpa porque en esa hora de más prefiero tomarme en serio el blog o terminar otra página escrita antes que intentar (en vano) el envío de varios centenares más de currículos o visitas en persona.
Vergüenza porque ese otro que es amigo de tal y conocido de cual consigue publicar un libro, aunque sea de relatos, de calidad normal, no excelente, y ya tiene hasta su propia columna en una publicación, sin ser periodista.
Y ese futuro será un negocio pagado por los padres, si es que se puede (¿una papelería? ¿un bar?) o como dependienta en una tienda regentada por chinos, donde no me faltaría nunca trabajo. Lo demás, derrapes por este blog personal o incluso, para rizar la tontería, en un blog gratuito con los megas que ceden los periódicos on-line a sus lectores ociosos, que tampoco son periodistas ni nada.
Kafka es quizá el primer escritor en experimentar el sentimiento más moderno ante la escritura: el sentimiento de la vergüenza.
— JUAN FRANCISCO FERRÉ (@jfferre62) julio 3, 2014
Los dedos en la boca, el puño entero, morder fuerte para no aporrear el teclado con una retahíla desconsiderada, soez, insultante, -porque no eres nadie y ese señor tiene libros y editores y cosas-, contestar a gritos al espacio común, a la inocencia académica, alarde teórico, mención ilustrada, a ese púlpito aéreo, porque qué sabrá él lo que significa eso. ¿Ha vivido un sólo segundo así, en las firmas de sus libros?
Sólo he enviado algo a una editorial una vez, más como broma o por la facilidad del e-mail que en serio. Un único rechazo.
La voz narradora está más cabreada que nunca, después de fracasar en el intento de años por mantenerla escondida.