El pibe apenas podía sostenerse. El oficial lo zamarreaba y le preguntaba su nombre. Nada. Una marioneta que movían a su antojo. Me sorprendieron sus ojos. Negros. Espesos. Sin brillo. Me detuve en el banco y fingí atarme los cordones de las zapatillas. El policía más bajo se reía.
-¡Nelson! ¿Otra vez? Dejate de joder viejo. -Se dieron vuelta sorprendidos.
-Sí. Es un amigo del barrio.
-¿Está seguro? -preguntó el más alto. Había bronca ahí. O desconfianza, quizás ambas.
Le alcancé la libreta verde.
-¿Quién es usted y qué hace?
-Laburo ahí enfrente. ¿Cuál es su nombre? -retruqué y señalé la redacción. No contestó como midiendo su respuesta y me devolvió el documento. El oficial más bajo sentó al pibe en el banco.
-No puede andar así por la calle. Anotá los nombres de los dos -ordenó.
-No se preocupe, yo me encargo -dije y posé una mano en el hombro del pibe que seguía en otro mundo.
Así conocí al Maxi, aunque no sé si era su nombre real. Olía a exclusión, a vino en cartón, promesas robadas. Nos quedamos en ese banco y esperé a que pudiera articular palabras.
Lo dejé contra las bardas, entre cigüeñas petroleras. El cielo era un infierno anaranjado, implacable sobre el barrio y sus casas de cartón y chapa. Lo vi alejarse, perderse en las calles barrosas.
Unos gurises jugaban al fútbol con una pelota improvisada y ladrillos como arcos. La discusión por un gol, el abrazo en otro. Enfrente, la cara del candidato a gobernador formaba parte de una puerta. En la casucha de al lado un tipo fumaba. El torso desnudo. Ojos Negros. Espesos, sin brillo en la mirada.