En la zona este de la República Dominicana se enclava uno de lugares más conocidos internacionalmente de la isla, Bávaro y Punta Cana, donde se alinean un sinfín de hoteles y complejos hoteleros que convierten a este espacio natural en una de la zonas turísticas más importantes del mundo.
Atraídos por el oro de los brazaletes del todo incluido revoloteamos a su alrededor casi un centenar de miles de personas de todas las razas y condiciones sociales. Aquí conviven la miseria más insultante con el lujo y la opulencia más ciega en un perfecto orden jerárquico en el que cada uno de nosotros sabe con exactitud a qué estrato pertenece.
No son demasiadas las inventivas para cambiar este orden establecido ni parece haber mucho interés por ninguna de las partes implicadas en que esto se mueva un milímetro hacia uno u otro lado. Aquí no existe el reparto de riqueza sino la acumulación, no existe la igualdad ni los derechos humanos más allá de los que tú mismo seas capaz de conseguirte o de comprar. Esto afecta a todos los ámbitos de la vida, incluidos la comida, el alojamiento, la seguridad, la salud y la enseñanza. Y es de este último punto que quería hacer un comentario.
Son varios los colegios que se han levantado en estas tierras cálidas en los últimos años. Algunos han proliferado como setas en otoño con la llegada de las más recientes oleadas de inmigración extranjera, y otros ya iniciaron su labor de negocio asociada a la educación hace algunos años. Al igual que en el resto de negocios y servicios de este peculiar lugar, restaurantes, centros comerciales, supermercados, centros de salud, farmacias y negocios en general, los colegios se han especializado cada uno en dar servicio a un estrato de gente en particular. Así conviven en pocos kilómetros cuadrados escuelitas miserables (en medios) que atienden a cientos de niños que ni siquiera tienen papeles, lo que los hace invisibles a la escolarización estatal, con centros educativos que cuentan con instalaciones a la altura del mejor colegio de los Estados Unidos. Las tarifas van desde “le dejo al niño para que le dé un desayunito” hasta anualidades que se encaraman a los diez o quince mil dólares por niño y curso.
En nuestro caso particular tenemos dos hijos en edad escolar, uno que está dando sus últimos coletazos en un colegio católico de padres Escolapios y otro de cinco años que apenas está empezando su camino escolar en un centro bilingüe (inglés y español) que podríamos considerar que se trata del segundo mejor colegio de la zona si nos atenemos al precio que se pagamos por él.
El colegio en cuestión cuenta con unas instalaciones muy dignas y dentro de lo que cabe nos sentimos relativamente tranquilos con el nivel que esperamos que alcance nuestro hijo. El precio de este colegio no llega a las cifras que he comentado anteriormente, y si bien no es barato ni está al abasto de la mayoría de la población, si está abierto en un alto porcentaje a un grupo de gente que carece de medios para pagarlo. El motivo es que el colegio en cuestión pertenece a un grupo empresarial con múltiples intereses en la zona, el aeropuerto de Punta Cana (que es privado), hoteles, residenciales, centros comerciales y un campo de golf, y que permite, en un gesto que los honra y que fue el detonante para que lo escogiéramos para la escolarización de nuestro hijo, la escolarización de los hijos de todos sus trabajadores a precios acordes a sus salarios. Así pues, en las aulas conviven los hijos de los empleados del grupo con los hijos de personas de considerables medios económicos.
Basta ver cuando llevo a mi hijo todas las mañanas puntualmente a las siete y cuarenta y cinco de la mañana el desfile de vehículos que me acompaña. Cuatros por cuatro de lujo en su gran mayoría, sedanes y camionetas que rara vez bajan de los treinta o cuarenta mil dólares de precio. La serie más repetida es la llegada de un vehículo conducido por una mujer y uno o dos niños en los asientos traseros, que se acerca hasta la entrada, agita las bolsas de silicona que estiran las costuras de su vestido, besa a los pequeños, se asegura de que no haya recibido ningún mensaje en el teléfono móvil en esos breves segundos de despiste, abre la puerta del coche para que bajen los retoños y deja paso al siguiente todo terreno de lujo que efectuará una maniobra similar.
Mi rutina es parecida, sin silicona y por otra puerta, pues para los niños más pequeños disponemos de otra entrada en la que se nos permite aparcar y acompañarlos de la mano hasta el interior del centro. Una de las cosas que más me gustan del día es ver el contraste que se produce en esos instantes de entrada al colegio, pues junto a los que un amigo mío calificaba como “yo soy, yo soy” o “yo era, yo era”, aduciendo a la carguitis que parece inundar este micro cosmos que es Punta Cana, acceden al centro los hijos de personas que ocupan estratos de contrastada inferioridad salarial. Los uniformes obligatorios igualan a todos los niños, pero no a los padres ni a sus vehículos, que es donde se nota la procedencia de cada uno de nosotros.
A los que venimos montados, bien en coche, en motocicleta o en los transportes privados que traen niños de otras zonas de Punta Cana, se unen también aquellos escolares que acceden al centro caminando desde las viviendas más o menos cercanas al colegio. Yo acostumbro a dejar a mi hijo y salir protegido por unos auriculares que me permiten ver sin escuchar, y raro es el día en que nos me cruce con una pareja magnífica. Llegan casi a diario con unos minutos de retraso, justo cuando yo voy saliendo al volante de mi camioneta ellos cruzan la barrera de entrada. Los miro, sonrío, y siempre de devuelven la sonrisa, tanto el padre como la hija. Me gusta mirar especialmente a la niña. Uniforme brillante, falda por las rodillas, calcetines marrones estirados con cariño hasta la mitad de la pierna y zapatos negros lustrados con una hebilla lateral. Sé que tiene cuatro años porque le pregunté a mi hijo por ella. El pelo rizado recogido en coletas amarradas al cráneo por gomas con bolas de colores que me hacen recordar los caramelos en un helado de chocolate. Se ve a la legua que es una niña feliz. El padre, que muchas veces bromea con ella, luce también muchas otras cara de cansado bajo unos ropajes comprados en tiendas de segunda mano desde los que emana una alegría inmensa que se me contagia cuando cruzamos nuestras miradas y sonreímos. No sé de dónde vienen, intuyo que de bastante lejos, y cada día pienso que me pararé un momento para preguntarles cuando los vea, pero no me atrevo para no retrasarlos más. Los dos, padre e hija, comparten un secreto del que creo que yo también soy ahora partícipe, y es que creo haber descubierto la fuente de su felicidad.
Ambos llegan siempre juntos en un vehículo especial, seguramente el más caro, lujoso y orgulloso de cuantos llegan al colegio cada día. Es un mono plaza versátil, pues permite que la pequeña venga a veces dormida recuperándose en su asiendo del seguro madrugón, mientras que otros días parece el lugar más divertido del mundo, e incluso en otros parece un tanto inestable si el padre va más cansado de lo normal.
En esas mañanas, mientras piso el acelerador de mi todo terreno de lujo y me desprendo del uniforme de padre, me pregunto si yo sería capaz de llevar a mi hijo en un vehículo como ése, y no lo sé. No creo que aguantara, la verdad. Ahora bien, sí os puedo garantizar que de algo estoy totalmente seguro y es de que esa niña no encontrará un pasaje mejor en su vida, pues no hay lugar más feliz y lujoso para un niño que andar a hombros de su padre desde dónde quién sabe Dios que sea que vengan cada mañana.