Los papeles de Bárcenas
El guardia de seguridad que le abrió la puerta abrió también, y mucho, los ojos al verle entrar. Pero esa fue toda su reacción. —Buenos días, señor Bárcenas—dijo, respetuosamente.—Buenos días—Respondió Damián, imitando la voz de Bárcenas. Y siguió su camino con paso firme, como si estuviera muy seguro de a dónde iba. Lo cual no era el caso, al menos no del todo. Había memorizado el plano de distribución de las plantas del edificio que El Hombre de Negro le había dejado en la memoria de la tableta, pero un plano no era exactamente lo mismo que la realidad tridimensional. Aunque sí, sin duda, la tercera puerta a la izquierda de aquel pasillo tenía que ser el despacho de Bárcenas. Del verdadero Bárcenas.Se dirigió hacia allí, cuando la segunda puerta se abrió bruscamente, y una muchacha muy mona, muy rubia, muy bien peinada y muy formalita de ropa. Llevaba un montón de papeles en las manos. Abrió mucho los ojos al verle, más aún que el guardia de seguridad de la puerta.—Buenos días, señor Bárcenas—dijo la muchacha.—Buenos días—respondió él, rebasándola, sintiendo sus ojos clavados en la nuca mientras se alejaba y entraba por la puerta de lo que suponía era el despacho del verdadero Bárcenas. Tengo que darme prisa, pensó. Antes de que se corra la voz de que estoy en el edificio. O de que está él.Cerró la puerta, pero no encendió la luz. La que se filtraba a través de las lamas de la persiana veneciana que cubría la ventana bastaría, y así llamaría menos la atención. En el despacho había un escritorio, varios ficheros metálicos y cajas de cartón apiladas, llenas de carpetas. Todas las cajas tenían, en la tapa, una descripción de su contenido escrito a mano. El verdadero Bárcenas era, sin duda, un hombre metódico y ordenado: una cualidad esencial para ser un contable eficaz. Y Bárcenas parecía muy eficaz. Y muy ordenado. Gracias a ello encontró en seguida lo que el hombre de negro le había dicho que recopilara. Papeles y más papeles. Los fue clasificando en nueve carpetas de cartulina. También vació parte de la memoria del ordendador en un pendrive. Estaba a punto de salir con todo ello cuando se abrió la puerta. Y en el dintel apareció, la esbelta silueta recortándose a contraluz, una atractiva mujer vestida con un elegante traje chaqueta. En la mano empuñaba una pistola.—Qué cara más dura tienes, Luis—Dijo la mujer.—Yo también me alegro de verte, Mariló—Respondió él. Había reconocido a la mujer al instante: la fotografía de la Secretaria General del partido aparecía con mucha frecuencia en los periódicos. Y nadie presta tanta atención a los periódicos como un sin techo. Aunque sólo sea porque, metidos entre la ropa, son un eficaz aislante contra el frío de las noches a la intemperie. O, cuando menos, el único aislante a mano.Recordó que, según la documentación que había tenido que memorizar para prepararse, dentro del partido la llamaban "la Bruja". Se preguntó si debería llamarla así. No parecía probable que se lo dijeran a la cara.—¿Qué haces aquí, cabrón?—dijo La Bruja, apuntándole con el arma.—Este es mi despacho—respondió Damián.—No tienes despacho. No trabajas aquí.—Estoy en nómina. Desde hace muchos años.—No es lo mismo trabajar que estar en nómina. La Bruja avanzó hacia él, empuñando al pistola, con los ojos brillantes de furia. Damián se puso nervioso. Tenía que salir de allí inmediatamente. Antes de que aquello se complicara más y le descubrieran. —No te preocupes, Mariló, que ya me voy—dijo—Sólo había venido a recoger unos efectos personales que me había dejado…—Cabrón, más que cabrón…La Bruja avanzó unos pasos más. El cañón de su pistola se apoyó sobre su pecho. Damián tragó saliva, pensando cómo iba a salir de aquella situación. Y entonces la situación cambió bruscamente. Y en una dirección completametne inesperada.La mujer le echó los brazos al cuello.—¡Oh, Luis, Luis, Luis!—gimió—¡Llévame contigo!—¿Qué?—dijo Damián, sorprendido, tratando de zafarse del abrazo de la mujer.—¡Lo prometiste, Luis! ¡Prometiste que cuando tuviéramos suficiente dinero guardado en cuentas secretas nos fugaríamos juntos! ¡Nos alejaríamos de este país de palurdos y alelados! ¡Viviríamos en una casa de los Alpes Suizos, donde tú podrías esquiar todo lo que te diera la gana!—¡Pe-pero…¿y tu marido? —Mi marido… vaya pedazo de inútil. Sin mí no sería nada ¿Quién te crees que le consiguió el puesto en el comité ejecutivo de Iberdrola? Y ¿por qué te crees que le han hecho consejero de media docena de empresas? Por los chanchullos que yo le consigo, que si no de qué. Yo quiero fugarme contigo, Luis. Tú sí que eres todo un hombre. Tú sí que sabes ganar dinero. Damián oyó rumor de voces y de pasos acercándose por el pasillo. Estaba llamando demasiado la atención. —Lo siento, Mariló—dijo, zafándose de un empujón del abrazo de la mujer y precipitándose hacia la puerta. —¡Me las pagarás, Luis, cabrón!—la oyó gritar a sus espaldas. También oyó el intranquilizador chasquido de una pistola al ser amartillada. Pero Damián ya estaba abriéndose paso entre los lechuguinos que ocupaban el pasillo y le miraban ojipláticos.—¡Luis! Pero ¿no estabas esquiando en Suiza?—oyó que le decía uno. Pero él ya se alejaba a grandes zancadas, y a grandes zancadas pasó ante el vigilante de seguridad del vestíbulo. En cuanto puso pie en la calle, una limusina negra con las lunas tintadas se paró a su lado. Era el BMW que ya conocía. Una de las lunas descendió, revelando el rostro enmascarado del Hombre de Negro.—Suba—Le dijo.Damián subió. El BMW arrancó, navegando como un oscuro buque por las calles de Madrid.—¿Lo ha conseguido?—le preguntó el Hombre de Negro, sentado a su lado. En la penumbra reinante en el interior del vehículo, apenas era visible nada más que su silueta y el destello rojizo de los cristales de sus lentes.
Por toda respuesta, Damián le alargó las nueve carpetas de colores llenas de documentos.—También tengo un pendrive—dijo al hacerlo.—Magnífico—murmuró el Hombre de Negro tras su máscara, mientras hojeaba el contenido de las carpetas con sus manos enguantadas de negro—Aún no ha terminado su misión en Madrid. Esta noche se reunirá con un periodista del diario El País y le entregará unas fotocopias de esto—le alargó unas hojas arrancadas de un libro contable, llenas de anotaciones manuscritas.—¿Fotocopias?—Preguntó Damián.—De momento, fotocopias. Convenza al periodista de que usted es el verdadero Bárcenas.—¿Qué va a hacer usted con toda esa documentación?—Se la entregaré al verdadero Bárcenas. Cuando todo esto estalle le va a hacer falta.