El conde de los Monteros se ajusta el monóculo. Es un cristal completamente neutro, un recorte de un vidrio de ventana, como si dijésemos, un adminiculo nada necesario, sencillamente estético y conscientemente colocado para remarcar su posición. Es como la paja de la escoba que el hidalgo del Lazarillo se pone en la boca al asomarse a la puerta tras no comer. En todo caso, una muestra de dignidad y anacronismo.
Años después, pasadas creo recordar, dos semanas de su esperado óbito —el noble brincaba ya la centena— este relator comprobó con asombro y decepción como el diario local “El Heraldo Manchego” le dedicaba apenas media columna, de piedad cristiana ciertamente, pero sin apenas epítetos elogiosos y los pocos que así lo eran estaban modulados, suavizados e incluso corregidos por un adverbio. Además, dejo constancia en esta nota abandonando mi proverbial contención, que en el citado periódico abandonaron las loas a los logros de el del los Monteros, por la mera chafardería, centrándose en los asuntos que pudiésemos llamar mundanos. Aquello me llevó a tomar la pluma y redactar una misiva al director de ese medio en términos nada amables, que tuvo la desvergüenza de no publicar y que, pensándolo mejor, ahora no viene al caso.
El conde se anuda la corbata azul, usa un nudo windsor, sin más; no es amigo de excesivas florituras indumentarias. Acierta a la primera. Rebusca como costumbre, en la cómoda, antiguos complementos de oro antaño presentes y hoy flotando en el éter de alguna caja fuerte del monte de piedad: un reloj y un alfiler de corbata, cambiados por festejos taurinos —nuestro protagonista es un inquebrantable seguidor de un matador famoso y con estampa de muerto— y la promoción y mecenazgo de artistas locales. Opta por un Casio negro y gomoso que encuentra, colocándoselo en la muñeca derecha (es un monárquico tan convencido que se pone el reloj en la misma gobanilla que el actual Rey de España) y suspira.
Simón Álvarez de los Monteros y Ortiz de Mendíbil Ayuso, vigesimotercer conde de los Monteros fundó el Club Fénix de amigos del lugar, emulando a La Tabla Redonda erigida en Castroforte del Baralla como sociedad secreta que luchare contra la conspiración que borró a la ciudad gallega de la cartografía corriente. El germen fue el mismo, pelear desde la sombra contra la injusticia que llevó a la desaparición cósmica (levitación mediante) de su patria chica. La fundación duró apenas veinte meses y siguiendo la costumbre local, se fue dividiendo mitóticamente, hasta hacer cuarenta sociedades de la original.
Posteriormente y dada su especial inclinación a la filantropía, creo el “Literary Club Ínsula Barataria”, esta vez sin ocultación ni secretismos, para el fomento de los literatos locales, mediante tertulias establecidas en días fijos y celebradas en el mítico Café de la Glorieta. Este narrador tuvo la suerte de asistir al menos a un par de ellas. Novelistas en ciernes, laureados poetas, escritores digitales, inmerecidas mujeres con vocación de pintoras. Jugosas conversaciones sobre mesas de mármol, bebiendo agua de Vichi, y no parando ante lo humano y mucho menos ante lo divino.
—Pues una vez en el colegio, en dibujo, la maestra nos mando que dibujásemos un Cristo. Menudo desastre.
—¿Qué pasó?
—Que cuando le entregué el mío me puso de cara a la pared por blasfemo.
Hablan de métrica, de anécdotas, de reconocimientos, de amores, de flores de invernadero, de lenguas viperinas, de palabras como puñales, de la crisis que nos lleva y de que nadie es profeta en su tierra. El noble, por lo visto, no asiste a los encuentros pero los sigue mediante máquinas de internet.
Mientras en conde se cepilla las solapas de la americana se contempla en el espejo. Con un movimiento lento se quita el impertinente del ojo, desata el cordel del ojal y lo tira a la basura, moviendo las manos como cuando se echa a volar a un pajarillo caído.
—Ya no es tiempo de trampantojos ni de adornos —piensa—. Es la hora de los valientes.