Revista Diario

El monólogo de la celda

Publicado el 29 septiembre 2011 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 34a en la saga del Dr. Kovayashi.

Prisioneros del Paraíso | Continuará…

Disculpe la falta de hospitalidad. No estamos habituados a recibir visitas, mucho menos la de un doctor. Mi nombre permanecerá en el vacío; piense en mí como X. Yo soy el que manda en la base. Una sola palabra mía bastará para que Itzaac entre y lo desolle vivo en minutos. Pero no lo haré, sé que ud. no me dará motivos. He venido a dialogar. Hace años que guardo silencio porque los cazadores a mi cargo también obedecen a otro, al Belga. No son ni infieles ni traidores, pero hay que tomar recaudos. Usted me entenderá… cuido mi propia espalda. El Belga es inmensamente poderoso; nunca lo hemos visto, aunque él sabe de todos en esta base, a cada minuto, incluso en este mismo instante. Pero así como es poderoso también es justo. Un día se lleva sus jaulas con animales y aves maravillosas, y al siguiente deja caer alimentos, medicinas y armas desde sus helicópteros. Por supuesto, también mi paga desciende del cielo con puntualidad. Así de simple es su verdad y así es como se comporta. Mientras tanto, yo, que soy un hombre inmensamente rico, carezco de cualquier verdad. Se preguntará usted, entonces el por qué de mi vida en la selva, arriesgando la vida por fajos como este. Yo también.

El aire de la celda se agitó y entre las paredes de adobe quedó resonando el eco de un dinero malhabido. Kovayashi no precisaba abrir los ojos. Demasiados años de tratar con científicos, alumnos y funcionarios habían fortalecido su percepción del alma humana. Por ello, de lo poco que había escuchado concluyó que ese hombre sufría su locura en silencio, como un ermitaño o un monje de clausura. No pudo menos que sentir pena por él.

Pues le diré, amigo doctor, que éramos tan duros como las piedras del río blanco. Sin orgullo, dejábamos que la selva nos diera raíces y animales. Pero en la estación seca, cuando la cosecha del látex, bajábamos al embarcadero con barriles llenos sobre los hombros. ¿A cambio de qué? Legumbres, antibióticos, harina, herramientas… Nunca había visto ni un maldito billete hasta que una tarde, en ese mismo embarcadero, conocí a los hombres del Belga. Me deslumbraron, doctor. Hablaban en lenguas, vestían ropas finas y perfumadas, y en sus muñecas lucían relojes preciosos que brillaban con el sol. Después lo supe, eran de oro. Muy poco me costó entrar en confianza. Manejaban dinero en mis narices mientras hablaban de ciudades lejanas con edificios gigantes y luces artificiales. Comprenderá que me dejé seducir. Seré breve, mi querido doctor prisionero: ellos tenían en mente establecer esta base de fauna. Me prometieron todo a cambio de entregarle mi alma al Belga. Yo comandaría un ejército y cazaría piezas únicas para él. Cacatúas, guacamayos, turacos, quetzales. Yo era la persona indicada pues conocía la selva y las aves como nadie. El pago en dinero sería, y doy fe de que así ha sido, monumental. Un día, doctor, como signo de satisfacción por el acuerdo, los hombres me obsequiaron una biblia escrita con letras de oro. Entre hoja y hoja encontré billetes de todas las denominaciones y países. Yo no sabía leer, pero afortunadamente me explicaron que ese libro contenía toda la Verdad. Doce años han pasado desde ese momento… Por primera vez, mi familia y yo teníamos al alcance de las manos la oportunidad de vivir como gente decente.

El Sr. X se detuvo a pensar. La luz del habano se hizo más intensa y Kovayashi imaginó volutas de humo escapando de la celda.

Sin embargo, mi padre me prohibió regresar al embarcadero. Me sentí castigado injustamente. Tendría que haber sospechado que así iba a suceder ya que el dinero no significaba nada para él. Nada. Pero en esa oportunidad, su estúpido juicio nos condenaba, sin alternativas, a quedarnos en la pobreza más extrema. Yo amaba a mi padre, pero entonces lo odié con desesperación. No estaba dispuesto a seguir alimentándome con raíces y gusanos el resto de mis días. Por eso decidí eliminarlos a los tres: a mi padre, a mi madre y a mi hermano.

A mi padre lo ataqué primero. Un solo golpe vertical con mi pala fue suficiente para cortarle la cabeza mientras dormía. Horizontal fue el chorro espeso que regó la tierra. Acababa de comportarme bastante mal, quizás tanto como un hombre puede. ¿Debí haberme sentido mal? ¡No me conteste! Por supuesto que me sentí mal; hasta el día de hoy, doctor, doce años después, siento náuseas cuando recuerdo todo el asunto.

Durante un día y una noche cavé a través de las raíces. Por la mañana el hoyo estuvo terminado. Era profundo y estrecho. Allí arrojé los tres cuerpos, uno arriba del otro. A toditos los besé, no se crea. Y por último puse la biblia en las manos de mi hermano. El infeliz parecía uno de esos santos de las figuritas… Después de tapar el hoyo bajé al embarcadero, donde me estaban esperando para traerme en helicóptero hasta este lugar. Doce años atrás, doctor. Doce años.

La selva es un animal sorprendente, capaz de reponerse de cualquier mal mucho más rápido que los hombres. Usted debe saber muy bien por qué: el corazón es capaz de sentir amor. Por eso, antes de partir le debo hacer la siguiente pregunta, y le ruego que medite muy bien su respuesta: ¿verdad o amor?

Kovayashi supo de inmediato que su vida dependía de lo que respondiera. Nikola, que había escuchado atentamente las palabras del Sr. X, tocó dos veces la rodilla del doctor. Entonces, la respuesta surgió naturalmente como un último suspiro.

- “Amor.”

Itzaac ingresó a la celda con las pupilas dilatadas, como un felino salvaje que ignora la esencia de la oscuridad. Disparó una sola vez. Luego, el Sr. X y el guardia abandonaron la celda. Tras de sí, la puerta abierta dejaba ver el cuerpo del doctor yaciente en el barro.

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