Revista Diario

El mosaico de zoe

Publicado el 10 junio 2014 por Quique

El mosaico de Zoe. Epílogo que escribí para el libro Convivir no es de locos, de mi amigo Raül Córdoba (Ediciones B)
EL MOSAICO DE ZOEEn la espléndida Santa Sofía, en Estambul, primero iglesia, luego mezquita y ahora museo,  en el extremo de uno de sus ábsides, está el mosaico de la emperatriz Zoe con su esposo. La señora Zoe, que nació en el año 978 y murió en el 1050, se casó tres veces, así que decidió conservar el cuerpo del esposo representado en el mosaico, pero cambió su rostro con cada nuevo matrimonio. Ahorradora y pragmática. El último marido, Constantino IX, que sobrevivió a Zoe, es el que luce en Santa Sofía y el que nos apresuramos a fotografiar los turistas, ávidos de historias que contar a nuestra vuelta. Perplejos de que las historias humanas se parezcan tanto a pesar de los siglos. Periodistas de anécdotas sin flash, porque los mosaicos, como las historias, se gastan.No deberíamos juzgar alegremente a la impetuosa Zoe. Cuando uno se sienta a admirar esos eternos mosaicos, ese puzle de preciosas piececitas perfectamente encajadas, entiende que la emperatriz quisiera ahorrar a sus artesanos el trabajo de rehacerlo todo y que se conformara solo con cambiar el rostro. También hay que situarse: el romanticismo aún no se había inventado y, seguramente, las relaciones entre hombres y mujeres eran mucho  más  prosaicas que ahora.
Pero Zoe pudo tener otros motivos. Quizás lo que la impulsó a borrar la cara de su antiguo marido y dibujar encima la del nuevo era algo situado entre el dolor y la alegría. Entre lo nuevo y lo viejo. Entre la necesidad del olvido y la reivindicación de lo conquistado.Imposible saberlo. Aunque, si fuese así, eso me acercaría más a Zoe de lo que estoy dispuesto a admitir. Quizás lo que entendí como frialdad o frivolidad de la emperatriz, la primera vez que vi ese mosaico, sea en realidad una necesidad de seguir viviendo, de no mirar constantemente atrás. De caminar. Yo también he sentido a veces esa necesidad, y he substituido  unas caras por otras en los muebles. Yo también he sido, a mi manera, un poco Zoe. La foto de una nueva relación ha enterrado en cajas las fotos de una relación que se acabó.  Pudo haber despecho, tristeza, dolor, o celos, pero casi siempre fue un deseo de olvidar, de no tener presente una cara que  me recordaba otro tiempo feliz. Porque el Otro es caricias, abrazos, besos, olor, palabras, pero es sobre todo su rostro: sus ojos, sus labios, sus risas, sus gestos, su belleza. Y por eso  meto en cajas durante una temporada  esos rostros que no envejecen. Ni ellos ni lo que cuentan. O los meto en archivos alejados del escritorio de mi ordenador. Hasta que se me haga menos insoportable volver a mirarlos.  Cajas y  archivos. En realidad pequeños tesoros que pueda desenterrar alguna vez, si me sobreviene  el horror de sentir que una cara que un día fue importante no aparece  cuando la pienso.
Me conmueve pensar en la emperatriz Zoe de esta forma. Todas las riquezas del imperio bizantino a sus pies, todas sus sedas traídas de países lejanos, los cuidados de sus sirvientes, sus aposentos cubiertos de oro, sus tronos con piedras preciosas incrustadas, sus vestidos exuberantes, sus intrigas de palacio, todo, reducido a un dibujito. Ella allí, vulnerable, tan desnuda como todos lo estamos, ocupada en el detalle de revisar el rostro de su nuevo marido. Delante de lo que, al final, es lo importante, incluso si nos referimos al  poder, de lo que no tiene precio, pero lo tiene todo, de lo que no se compra ni se vende, de lo que está por encima de las cosas y de los bienes, de los paisajes y de las casas, de lo más temido y lo más querido: el Otro. Su mirada, su risa, su voz, su saber, su olor, su aprobación, su recuerdo, su odio.  Su amor.
Hace tiempo que sé que lo que yo entiendo por felicidad no está ni en las cosas ni en mí mismo. Por eso procuro alejarme de mí  y volver de tanto en tanto. Irme a los otros y volver renovado. Podía haber intuido hace mucho que la felicidad estaba en eso, cuando era un adolescente y empezaba a leer con la misma hambre que leo ahora. Cuando me gusta un escritor, leo toda su obra. Así estoy, enfermo de Garcia Marquez, de Cortazar, de Malcom, de Kapunscinski, de Carrère, el último. Espero febrilmente sus nuevas novelas, sus ensayos o artículos y me entristezco y me enfado cuando se mueren. No me limito a leerlos; busco sus fotos, escarbo en sus amores, en sus comentarios más allá de sus obras, en sus ramificaciones. Leo lo que dicen de ellos y lo que ellos dicen que leen. Amigos imposibles, pero cercanos a pesar de todo. Podía haberlo intuido, decía, porque la lectura me daba y me sigue dando memorables instantes de felicidad. Podía haber intuido que la felicidad estaba fuera, en la lectura de un libro, que es una de las mejores  maneras de estar en alguien.  Descansar de mí, de mi voz, de mis ideas, de lo que opino o dejo de opinar y abrirme a Otro, eso es leer. Podía, digo, pero era un adolescente.
Después, en la treintena, seguí un tiempo con mis pequeños onanismos.   Pasé una época de mi vida en la que estaba constantemente pensando en mí, en lo desgraciado o afortunado que era. Unos tardan más que otros en dejar  de ser el niño egoísta que se mira constantemente el ombligo. Cuesta quitarse. Es comprensible, no deja de ser masturbación, aunque sea intelectual, y da placer. A veces   vuelvo a ello, pero muchísimo menos. Aburrido de vivir, pesado, pensaba en las cosas que, por supuesto, solo me pasaban a mí: ¡Oh! ¡Desdichado! ¡Oh, pobre de mí! ¿cómo cambiar? ¿ cómo autoconocerme? ¿cómo autoayudarme? Mis planes, mis proyectos, mis miserias. Yo, yo, yo, yo. Me preguntaba una y otra vez  si era feliz o no lo era, o que iba a ser de mí y de mi vida. Una forma como cualquier otra de ir muriendo.
Todo empezó a cambiar poco a poco. Por muy obvio que parezca lo que voy a decir, a mí me costó un buen puñado de años aprenderlo. No sabría decir cómo pasó, pero si que recuerdo dos momentos.En uno de ellos pude experimentar algo parecido a lo que Philip Roth cuenta en  Patrimoniorespecto a su padre enfermo. Ocurrió en un hospital. Cada noche,  durante unos días, acompañaba al lavabo a mi madre para que se duchara o hiciera sus necesidades. Ella tenía un brazo inmovilizado y andaba medio sedada. Mientras le quitaba la ropa y le daba un suave masaje en la espalda, sentía  una sensación extraña, inconfesable. Tristeza por verla así, enferma, pero a la vez felicidad por estar allí, por estar viviendo eso con ella, por esa oportunidad, yo, su hijo, devolviéndole, aunque solo fuese una parte infinitesimal y ridícula, todos sus años de amor incondicional.El segundo momento fue unos años antes, cuando alguien muy querido enfermó de cáncer. Nunca hasta entonces me había sentido tan aterrorizado. Nunca antes había sentido lo poco que  importaba yo en ese momento, lo poco que valían mis miserables neuras cotidianas y como me reconfortaba saberlo. Nunca como antes había entendido que la vida para mí estaba en los otros y  que sus muertes serian también como irme muriendo a pedazos.
 No solo han sido los escritores que leo o las experiencias más dolorosas con gente que  quiero, las que me han enseñado a salir de mí. También han habido pequeños retazos cotidianos: escuchar atentamente a alguien que se sienta en mi despacho, atender a mis sobrinos, preguntar a un amigo, mirar a mi mujer, charlar con un desconocido en algún viaje. Ahora que lo pienso y lo escribo, sé que siempre ha sido así, pero la diferencia es que ahora me dejo llevar, pongo los cinco sentidos en ello, y observo como, poco a poco,  el centro deja de ser yo y pasa a ser   ellosde una forma natural. Para alguien tan poco creyente como yo, tan apegado a la ciencia, a los hechos, tan celoso de su soledad y de su espacio, tan orgulloso, ha  significado todo un descubrimiento. Los Otros, todo lo que son, lo que saben, lo que ofrecen, lo que muestran y lo que no, lo que quieren, lo que temen, lo que aman.
He escrito que encuentro la felicidad alejándome de mí, pero eso es solo una parte de una verdad paradójica. Porque mientras más nos acercamos a los otros más nos acercamos a lo que somos. Porque en el rostro de cualquier hombre están todos los rostros del mundo. Como decía Ortega y Gasset “el otro hombre como tal, es decir, no solo su cuerpo y sus gestos, sino su yo y su vida me son normalmente tan realidades como mi propia vida”. Así que cada persona que forma parte de mi universo habla también de mí. Los otros, mis Otros, son también yo.
Cenamos un delicioso bocadillo de pescado fresco en el muelle de Eminönü, en Estambul, antes de partir. Mientras repaso en el móvil las fotos de Santa Sofía y el mosaico de Zoe y su marido, mi alrededor es una fiesta constante de mesas llenas de gente. Dice la Lonely Planet que los turcos no conciben ir a ningún sitio si no van acompañados. Los entiendo. Desde hace tiempo sé que, viajar solo, es un oxímoron. 
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