He creído que no estoy hecha para el mundo en el que viven los demás, el que se conoce como "mundo real". Cuando era niña solía hacerme un ovillo, cubrirme toda con una cobija e imaginar historias catastróficas. En verano lo hacía sin cubrirme. Tuve una temporada en la que tarde tras tarde imaginaba que un hombre me metía en una bolsa negra y me llevaba -casi nunca llegábamos a donde él iba-. Casarme fue un pase maravilloso a toda la fantasía de la que era capaz. Mientras funcionó, mi matrimonio fue más arropador que ninguna cobija y me permitió cumplir el anhelo de vivir en un mundo particular, privado, sostenido por el deseo y el goce. Luego... lo que pasó luego.
Cuando me volví loca también me hacía un ovillo y me cubría toda, pero no imaginando historias sino pensando en querer morir o tratando de sobrevivir; quería mucho estar muerta una semana, unos meses, al menos dos días, porque en realidad lo que quería era dejar de sentir lo que estaba sintiendo. Por esa época también solía pasar en la cama todo el tiempo que pudiera, fantaseando otra vida. Inventé a Felipe para darme gusto con un príncipe azul. Cuando le hice un correo electrónico para hacerle un perfil de Facebook, juzgué que la cosa había ido muy lejos y lo dejé.
La maternidad trajo mucha materialidad a mi vida, pero sigo sintiéndome extraña, muchas veces, en el mundo de los demás; a veces me siento incapaz, pero le doy vuelta a la idea. Para mí es difícil hacer un trámite o mantener la casa limpia; no se diga tratar de armar una "economía adulta". Sé que es difícil para muchos, pero cuando los oigo y los veo, su dificultad se debe a malos hábitos, a falta de habilidad o límites cognitivos. Yo puedo tener algo de eso, pero mi dificultad está en otro orden: en uno de la dimensión desconocida que me hace ser quien soy y venir a escribirlo.
Silvia Parque