El narrador (1)

Publicado el 25 marzo 2020 por José Ángel Ordiz @jaordiz

Hay relatos que nos cuenta la vida, basados en las realidades de personas variopintas, de tiempos concretos, de lugares en los mapas. Más o menos novelados, son los que yo suelo contar tras escucharlos con atención. Y también hay relatos que nos cuenta la fantasía, en los que no existen lugares en los mapas, ni tiempos concretos, donde es posible lo imposible para los personajes que los pueblan. Más o menos desprovistos de ficción, son los que yo no suelo contar, tras imaginarlos, o soñarlos, con deleite. No suelo contarlos pero, a veces, como en estas historias, los cuento. Logro desdibujar tiempos y lugares, consigo incluso que mis personajes crezcan hasta hacer peligrar la integridad del cielo con las testas o disminuyan hasta que la nada amenaza sus tamaños. No logro, sin embargo, que esas brujas, esos sabios, esos eternos, esos enamorados, esos homicidas, esa hermosa Bel, ese apuesto Pol, esa agraciada Rosalinda, se libren de amar, de odiar, de sentir como las personas de la vida real.

Aquí, en una nueva categoría, a partir de hoy, mi invitación periódica a leer la novela El narrador de historias fantásticas. Ya ha sido traducida a seis idiomas; por algo será, digo yo, y callo para que hable en silencio el narrador.

Con mi eterno agradecimiento a Terenci Moix, que me regaló el título cuando aún vivía no solo en No digas que fue un sueño, y a Gervasio Alegría Mellado, que leyó el manuscrito y me advirtió a tiempo: "Demasiados gerundios, José Ángel". Con semejantes maestros, es mucho más fácil aprender.
Ustedes me han dado alimento y cobijo en esta fría noche, enemiga de vagabundos y peregrinos, y yo, mientras paladeo este exquisito licor que alivia el peso de mi vejez, les contaré las historias de la hermosa Bel, del apuesto Pol y de la no menos agraciada Rosalinda. La vida y la muerte caminan tomadas de la mano, y nosotros somos mensajeros de ese idilio inevitable. Mis ojos apenas ven de tanto como han visto, y por eso les digo que el amor y el odio son dos caras de un mismo corazón. Le hablo a este perrillo que me acompaña de la bondad y de la maldad, y en ocasiones advierto que ambas se entreveran en mis palabras, nada extraño pues sus ramas se nutren de un tronco común. Busco la tierra donde nací, pero no la encuentro. Las gentes me orientan, y yo me pierdo siempre en algún recodo de los senderos como si estuviese condenado a repetir mi relato, lo único que poseo, por los confines interminables del laberinto de mis pasos. Remedes no era un hombre bueno, Raimon no era un mal hombre. Remedes es hoy una sombra que vaga entre sombras mientras pide perdón a sus padres y a su hermano, también a Los Dioses, en los que nunca creyó, y Raimon es polvo en el viento. Al norte, más allá de Las Montañas, viven Los Bárbaros. Al oeste se extienden Los Valles. Al este cubren la tierra Los Bosques. Y al sur, cuando finalizan Los Desiertos y Las Ciénagas, aparecen las costas de El Mar. El río de Los Valles del Oeste nace en Las Montañas, en las mismas fuentes que el río de Los Bosques del Este, y los dos se unen de nuevo antes de morir en El Mar del Sur. Remedes se citó con la vida un día tormentoso de invierno en una humilde aldea de pescadores lamida por las aguas saladas. Doria, la madre, acomodada en el suelo de su cabaña sobre hojas secas, lo parió ante la expectante mirada de Valior, que guardaba silencio con el ceño contraído por la ofuscación del padre que no comprende por qué su gozo debe soportar la prueba del sufrimiento de la esposa. Una centella rasgó el cielo oscurecido al salir el hijo de la madre, y un trueno sordo y prolongado se confundió con el llanto de Remedes. Su hermano Filipo, entre los brazos de Valior, comenzó a gritar de pronto, temeroso de la tempestad o acaso al descubrir en él, en las facciones sanguinolentas del recién nacido, los rasgos futuros del ser que lo había de matar.