Revista Literatura

El narrador (2)

Publicado el 31 marzo 2020 por José Ángel Ordiz @jaordiz

Doria dormía a los retoños con el susurro de su voz melodiosa, les narraba cuentos fantásticos, y luego le ofrecía los pechos desnudos a Valior, que besaba los pezones de la mujer con una mezcla exacta de ternura y ansiedad. Pocos distinguían al joven Filipo del joven Remedes, ambos morenos como el padre, ni altos ni bajos, ambos con los cabellos rizados y la nariz un tanto aguileña. Doria, sin embargo, sólo necesitaba mirarlos a los ojos, negros como los suyos, para saber quién era uno u otro: Filipo le sostenía la mirada, le sonreía al mirarla, y en cambio Remedes agachaba la vista ante ella como si ya se sintiera culpable de los desmanes que iba a cometer. Valior, flanqueado por sus dos únicos descendientes, contaba los peces de la pesca ante Doria y decía a los hijos: "Los Dioses de El Mar son buenos conmigo, me colman las redes para que pueda compraros una barca, la mejor barca que se haya armado nunca en la aldea". Se iluminaban los ojos del pescador; ya veía el sueño convertido en realidad, ya veía cómo Filipo y Remedes faenaban juntos en la embarcación más bella que había surcado hasta entonces El Mar del Sur. La llamarían La dulce Doria porque su esposa era a diario como la miel en el paladar, como la sombra de un árbol en el oasis de Los Desiertos donde ella había nacido. Los Dioses fueron buenos también con los hijos del pescador cuando se hicieron a la mar en la barca que el padre había soñado para ellos; una barca pintada de blanco, con el nombre a babor y a estribor en letras tan doradas como las ardientes arenas donde se crio Doria, como las playas de El Mar del Sur donde ella y Valior se enamoraron, como los soles de las bonanzas que el matrimonio deseaba para los vástagos. Filipo contemplaba el horizonte marino, tendidas las redes, y atemperaba la voluntad del hermano cuando Remedes le proponía abandonar la pesca, desplegar las velas y averiguar qué había en la distancia. Filipo poseía en la calma una templanza similar a la que Remedes demostraba en la tormenta, cuando las aguas se enfurecían por el soplar repentino del viento. Remedes sostenía firme el timón en la tempestad, Filipo apenas lo acariciaba en la niebla, y Valior contaba los peces ante Doria y luego dividía casi la totalidad de su propia pesca en dos partes iguales y las añadía al pescado correspondiente a los hijos, que deberían formar un hogar cuanto antes para enfrentarse al porvenir con la ayuda de una esposa, el mejor lenitivo para los estragos de humedades y salitres. Filipo descuidó la guardia, no vigiló de reojo al hermano aquella mañana sofocante en el caladero, adormecido por el embrujo de las aguas, encalmadas como las de un lago, y por eso no vio a Remedes con una red en las manos y una mirada fratricida en los ojos. Trató de defenderse del destino que acaso ya conocía desde pequeño, pero sus movimientos lo enredaron aún más en la tela de araña que le lanzó el hermano antes de arrojarlo por la borda y dirigirse hacia la costa ensayando los pormenores de la mentira que transformaría el asesinato en accidente; una mentira que le permitiría ser el único propietario de La dulce Doria, el único dueño de los peces que contase el padre; una mentira de la que se valdría para ocupar el lugar de Filipo en el corazón de Petria, la muchacha de largos cabellos castaños y ojos felinos que olía a mujer cuando el pretendiente le recitaba poemas de amor. Permítanme que oculte un instante mi rostro entre las manos. A veces me duele demasiado este canto de viejo que los días han depositado estrofa a estrofa en mi memoria a la vez que han marcado mi cuerpo con cicatrices y arrugas para que la muerte no se olvide de mí al ejercer su oficio, como se olvidó de Tobías y Melina los eternos.


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