Revista Literatura

El narrador (3)

Publicado el 02 abril 2020 por José Ángel Ordiz @jaordiz

Valior cayó de rodillas, alzó los brazos y abrió la boca, por la que no salieron sino los lamentos de Doria. Remedes, aún asombrado por la facilidad con que había matado a Filipo, permaneció erguido e impasible frente al llanto de la madre, frente a la muda desesperación del padre; lejos de apiadarse de los corazones rotos de sus mayores, se culpaba de haber tardado demasiado en consumar el fratricidio, de haber consentido que el hermano, quien masticaba raíces como un rumiante y babeaba por las comisuras de los labios mientras cosía las redes, le tomase la delantera en las preferencias de Petria, la hija menor del anciano Nicanore, el artesano de la piedra y de la madera. La joven Petria, durante varias estaciones, buscó inútilmente los ojos de Filipo en la hosca mirada de Remedes. El único propietario de La dulce Doria se esforzaba en emular al hermano delante de la muchacha, pero una y otra vez advertía el fracaso y, al alejarse de ella, escocido por la brasa del deseo insatisfecho, maldecía a Filipo, que sobrevivía en el interior de Petria como aún alentaba en el pecho de los padres. Remedes oteaba el horizonte en el caladero, pero ahora lo retenía el cuerpo de Petria, sus cabellos ondulados y sus ojos de gata, aunque no oliese a mujer como en vida de Filipo. Escupía a las aguas, al cadáver del hermano, y recogía las redes sin fijarse en la pesca; ya poseía una cabaña, pero le faltaban unos labios femeninos, los labios carnosos de Petria, para humedecer en ellos los suyos. Un día, al subir a La dulce Doria las capturas de la jornada, una mano se aferró a su brazo en tensión; era la mano de Filipo que emergía de las profundidades y tiraba de él hacia las aguas. Luego apareció el resto del cuerpo del hermano, aún envuelto en la red que le había impedido mantenerse a flote, y la calavera le sonrió antes de regresar al fondo marino. Remedes, más tarde, acalló el recuerdo del temor padecido con la violencia de sus actos. Ni siquiera amarró la embarcación al llegar a la costa. Saltó a tierra y se encaminó al encuentro de Petria. Como la muchacha lo rechazó con la misma determinación que él demostró al pretender sus favores, la tomó en brazos, le amordazó la boca con una mano y soportó su resistencia hasta alcanzar el altozano donde Nicanore le había construido la cabaña. Petria, al observar en los ojos del agresor la inmensidad de tanta furia, se quedó al fin inmóvil en el suelo de la vivienda de aquel villano, y por sus mejillas resbalaron lágrimas de impotencia, silenciosas lágrimas que lloraban por ella y por Filipo, mientras Remedes la forzaba, mientras Remedes cabalgaba definitivamente hacia las sombras de la perdición. Cuando la joven, sin pronunciar lamento alguno, salió de la cabaña, Remedes borró a manotazos las huellas de su nueva infamia, las gotas de sangre que coloreaban el suelo de tierra. El hijo de Valior no se hizo a la mar al día siguiente, ni al otro, y La dulce Doria comenzó a deteriorarse en manos del abandono. Remedes temía al hermano muerto, que lo esperaba en las honduras de El Mar del Sur para arrastrarlo consigo o para reírse de él porque no conseguía olvidarse de Petria, a la que deseaba aún más que antes de desgarrarle las entrañas. Nicanore tenía tres hijos y tres hijas, y había enviudado años atrás. Remedes regresaba ebrio la tarde en que abrió la puerta de su cabaña y en el interior distinguió, sentado en una silla y con la cabeza caída sobre el pecho, como si estuviese dormido, al viejo artesano. Lo acompañaban dos de sus hijos. Intentó Remedes huir, pero el tercer hijo de Nicanore, el más fuerte, apareció entonces detrás de él y lo sujetó por el cuello y por un brazo. Nicanore salió del letargo y habló así: "Entra, Remedes, estás en tu casa. Soy amigo de tu padre, ya lo sabes, y me apena verlo faenar para ti mientras tú te dedicas a la pendencia. Veo que sabes también a lo que vengo, y me apena igualmente que Valior sufra cuando te vea herido por la justicia que mi honor me exige. Hasta la muerte de tu hermano, te protegía su bondad. Pereció él, y no tú, pero Los Dioses demuestran la divinidad con actos que no comprendemos, como tú no comprenderás el dolor de Valior". Nicanore sentía cada palabra del discurso, y por eso había gran tristeza en su voz pausada. El hijo más fuerte de Nicanore mantenía agachada la cabeza de Remedes, le obligaba a permanecer de rodillas ante el padre. Continuó diciendo el artesano: "Mi esposa me regaló a Petria cuando ya creíamos que no podía concebir. Me la regaló para mitigar el vacío que su desaparición dejaría en mi pecho. Y así fue, Remedes, así fue. Así fue y así es: el pelo, los ojos, la voz, la sonrisa, las caricias de mi hija menor, todo en ella me recuerda a mi esposa. Miro a Petria y veo, y siento, a su madre rediviva". El anciano, tras permitirse una corta pausa, prosiguió hablando para decir: "Tu hermano Filipo recitaba versos de amor a mi Petria, versos tan hermosos como su bondad. Él aseguraba que Los Dioses se los enseñaban mientras dormía, pero yo, al escucharlo, tenía por cierto que era mi hija quien se los inspiraba". De nuevo guardó silencio Nicanore. Endureció la voz al declarar: "No voy a matarte, Remedes; no te mataré aunque veo todavía cómo se desangra mi Petria y aún oigo tu nombre cuando al fin me confiesa la identidad del autor de su desgracia; la identidad de quien abusó de ella y la condenó a ingerir una peligrosa poción para deshacerse del ser indeseado que comenzaba a germinar en sus entrañas. Petria vivirá, Remedes, está fuera de peligro, y su corazón también se rehará. Es joven, hallará a otro Filipo, a otro hombre que la merezca". Suspiró Nicanore, alzó la vista. Los hijos sujetaron a Remedes para que el artesano le marcase las mejillas con el filo de un puñal de hueso de tal modo que las cicatrices futuras se correspondiesen con la inicial del nombre de Petria. A continuación, los descendientes de Nicanore descubrieron el sexo de Remedes. El viejo, con menor precisión que antes, le sajó el escroto, y luego tomó el paño que le ofreció el mayor de sus hijos y limpió en él la sangre de las manos. Al salir de la cabaña, el anciano se detuvo un instante en el umbral de la puerta, suplicó: "Que Los Dioses nos perdonen lo que nosotros no podemos perdonar".


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