Revista Literatura

El narrador (5)

Publicado el 18 abril 2020 por José Ángel Ordiz @jaordiz

Telesforo el impetuoso, el mejor amigo de Raimon, era el jinete más audaz de Los Valles del Oeste, y criaba alazanes veloces como centellas. Raimon y Telesforo el impetuoso combatieron contra Los Bárbaros del Norte, pero sólo Telesforo, al frente de los guerreros, cruzó Las Montañas sin apearse del caballo. Son interminables los valles donde nacieron. En ellos las reses se reproducen sin cesar, y la abundancia de las cosechas está asegurada. Hubo un tiempo en el que Los Bárbaros del Norte se armaban en sus tierras asoladas por la maldición del hielo, atravesaban Las Montañas e invadían Los Valles del Oeste impulsados por el hambre. Además de apoderarse del ganado y del grano, cometían tropelías de toda índole. Pero los campesinos de Los Valles del Oeste no tardaron en aprender a defenderse y se unieron para enfrentarse a los invasores. Al finalizar una primavera, regresaron los múltiples vigías desplazados a Las Montañas y no anunciaron por los valles la presencia de Los Bárbaros, y los numerosos vigías del estío llegaron igualmente sin la alarma en la boca. Y lo mismo sucedió con los vigías del año siguiente, y del siguiente, por lo que Arturo el poderoso guardó entonces los aperos, transformados en armas provisionales, sin comprender la nueva actitud de Los Bárbaros del Norte y sin entender tampoco la decepción que observaba en algunos de los rostros de quienes lo habían elegido caudillo de Los Valles del Oeste. La sangre derramada en las contiendas contra Los Bárbaros del Norte era ya una leyenda cuando Raimon y Telesforo cumplieron la edad en que comienza a estimarse la opinión de un hombre. Raimon era muy corpulento, Telesforo era muy ágil. Ambos compitieron por el amor de Telma antes incluso de que la muchacha supiese qué le aceleraba los latidos del corazón al ser cortejada por los dos amigos que renunciaban a la amistad ante ella, por ella. El embrujo de su belleza, de los ojos verdes y los cabellos dorados, de los rasgos y la silueta, residía en la humildad que la protegía contra la tentación de preciarse de su hermosura. Raimon le demostraba a Telma el poder de sus músculos, Telesforo desplegaba en el cortejo simultáneo la gracilidad de sus movimientos, y ella descubrió a cuál de los dos amaba cuando los pretendientes se pelearon como bestias en celo sin que ninguno de ellos cediese en la prolongada lucha; la fortaleza de Raimon era contrarrestada de inmediato por la rapidez de Telesforo. Ambos se lanzaron amenazas de muerte, ensangrentados y exhaustos, al saberse incapaces de vencer, y ambos, derrotados por el cansancio, se rieron de sí mismos al advertir que Telma se había ido durante algún lance de la pugna y que, por tanto, carecía de sentido el enfrentamiento. Bebieron y lavaron las heridas en el río de Los Valles del Oeste, y tendidos sobre la hierba ribereña contemplaron la luna llena sin hallar solución a sus cuitas amorosas. Telma tampoco durmió esa noche. Desvelada, no menos errátil que los enamorados desfallecidos, recorrió aquel cielo nocturno en el que ciertas estrellas, inconformes con la posición, emprendían huidas fugaces por el firmamento. La muchacha aún escuchaba el clamor en el pecho, la voz que había conmocionado su interior al gritar en él: "Mátalo, Telesforo, mátalo". Vida y muerte, ya me oyen. Amor y odio nos guían. La crueldad existe para que obre la ternura y la maldad es hermana de la bondad. Es muy simple nuestra complicada existencia: de placer y dolor se alimenta cualquier aliento. Los hombres nos equivocamos, como se equivocan las mujeres. Telesforo lo tenía todo, pero no le bastó y por ello abandonó a Telma y a su hija Bel para combatir a Los Bárbaros del Norte en nombre de la divinidad de Los Dioses, de esos Dioses en los que muchas veces resulta difícil creer. Él creía en todos, y su fe derivó en fanatismo, y en su fervor se negó a aceptar que Los Bárbaros del Norte adorasen a un solo Dios; a un Dios al que, además, habían humanizado, tan bondadoso o mezquino como podían serlo ellos. Los Dioses que defendió le habrán concedido el perdón que una persona cabal jamás le otorgaría por atravesar Las Montañas sin pensar en la hija recién nacida ni en la esposa. Raimon, que no era un mal hombre, le habló así: "Yo amo a tu mujer, Telesforo, ya lo sabes. Mi amor por ella es tan grande como el tuyo y por eso te pido que te quedes a su lado. Yo lucharé por ti y por mí, este es el juramento que deberás exigirme si falto a mi palabra". Les digo que no es bueno tenerlo todo. Siempre queremos más y al que todo lo posee no le parecen bastantes las propiedades y persigue quimeras hasta que las quimeras lo persiguen a él. Telesforo desoyó al amigo y en vez de gozar con Telma de la hija concebida armó a sus acólitos y partió hacia las tierras del hielo ante el asombro de Arturo el poderoso, el antiguo caudillo de Los Valles del Oeste, que no hallaba fundamentos reales para aquel ataque, en el que no participó ninguno de sus juiciosos hijos. Siempre a la cabeza del ejército, Telesforo observó desde la montura cómo la vegetación se reducía a matojos y las sendas frondosas se convertían en terrenos escarpados al ascender por Las Montañas. Raimon custodiaba las espaldas del amigo y a veces interrumpía el canto, que engrosaba el canto general de los jóvenes guerreros de Los Valles del Oeste, para rememorar con pesadumbre las lágrimas que Telma, arrodillada ante el marido, había derramado. Aún oía que ella le decía a Telesforo: "Si Los Bárbaros se burlan de Los Dioses, ¿no tienen Los Dioses más poder que los hombres para castigarlos si se sienten ofendidos?". Raimon, a diferencia de Telesforo, nunca habría dejado sola a Telma, no habría renunciado ni a un instante de su compañía por una empresa que otros podrían afrontar por él. No, él nunca habría consentido que las lágrimas nublasen el verdor de los ojos de Telma, quien le había suplicado desde el desconsuelo, aún de rodillas, que velase por la vida de Telesforo, por la razón de su propia vida. Las gargantas de los guerreros enmudecieron en las alturas de Las Montañas, cuando se bajaron de los caballos para salvar los riscos de las cimas. Impresionados por los precipicios, tomaban aire con ansiedad y apenas recuperaban el aliento. Únicamente Telesforo continuaba a lomos de la montura, sólo él y su caballo parecían capaces de respirar con normalidad en aquellas cumbres que marcaban los límites de lo habitable. Superadas Las Montañas, se internaron por los parajes estériles que conducen hasta Los Bárbaros del Norte, por las llanuras heladas e inmensas de las que nace una niebla fría y espesa. Algunos caballos murieron de hambre y sirvieron de alimento a los hombres de Los Valles del Oeste, que recorrían leguas sin avanzar en ninguna dirección precisa; al final de muchas jornadas dormían en el mismo lugar de la noche anterior, como si aquel Dios de Los Bárbaros les confundiese los sentidos. Iban a ser aniquilados por el clima y la falta de alimento, sin haber combatido contra un enemigo que no lo era, cuando hallaron un poblado. Nadie les opuso resistencia, pero los guerreros de Telesforo mataron igualmente a hombres, mujeres y niños en nombre de Los Dioses y así dieron comienzo a una leyenda de infortunio en aquellas tierras extranjeras; una leyenda que Los Bárbaros del Norte contarían a los hijos con la misma pesadumbre que anteriormente había teñido de tristeza las narraciones con que los hombres de Los Valles del Oeste relataron a los descendientes las invasiones bárbaras. Alzaban las cabezas desmayadas de los moribundos, a los que sujetaban por los luengos cabellos cenicientos y las barbas canosas, y no sólo escuchaban sin piedad alguna quejidos y lamentos en lengua extraña, sino que se deleitaban con ellos. Poseían a las mujeres heridas, a las niñas agónicas de pálida piel, y únicamente cuando habían saciado el deseo carnal se percataban de que copulaban con cadáveres. Incendiaron el pueblo, camuflaron la vergüenza con la fe y avanzaron para completar los desmanes. Pero Los Bárbaros del Norte, como habían hecho antes los campesinos y pastores acaudillados por Arturo el poderoso, aprendieron a defenderse, a unirse ante los ataques de los invasores, y los guerreros de Telesforo, abrumados por la vastedad de tantos territorios yermos, fueron diezmados con el paso de las estaciones. Como Raimon protegía la vida de Telesforo en mayor medida que la suya, perdió el brazo izquierdo al interponerlo sin dudar entre la cabeza del esposo de Telma y el hacha enemiga. Hacia el final de su convalecencia, los hombres de Los Valles del Oeste empezaron a prestar atención a sus palabras, que hablaban del retorno al hogar, y el propio Telesforo asintió con la cabeza una mañana. Durante la retirada, acosados por Los Bárbaros del Norte, los supervivientes trataban de buscar argumentos para justificar tantas muertes y tantas atrocidades. Sólo Telesforo el impetuoso rechazaba con firmeza el arrepentimiento que lo asediaba. Reconocía el fracaso, sí, el poder de aquel Dios único, pues los bárbaros morían sin renunciar a Él aunque fuesen martirizados, pero ahora sabía a qué debía enfrentarse la próxima vez que regresara con más guerreros y con una estrategia mejor planeada. Sus hombres, cuando él los arengaba, agachaban la cabeza y se contaban las cicatrices y las heridas que aún no habían cicatrizado y sólo anhelaban descubrir entre la niebla la dirección correcta hacia Las Montañas. Raimon observaba a los supervivientes y le dolía doblemente la retirada al pensar que habían invadido aquellos territorios para imponer creencias: además de incumplir el objetivo, muchos de los guerreros de Los Valles del Oeste, en medio de tanto desamparo, habían perdido la fe en sus propios Dioses. Telesforo alzó el brazo y acompañó el gesto con un grito jubiloso cuando divisó Las Montañas. Los otros siguieron el ejemplo y, como todos los alazanes habían perecido para entonces, corrieron hacia aquellas manchas oscuras, que rompían en la distancia el palor alucinante de la niebla, y fueron desprendiéndose de las armas para correr más deprisa. Entonces Raimon, siempre detrás de Telesforo, protector de su retaguardia, vio con espanto que el amigo era alcanzado por una flecha proveniente de la niebla; una flecha que le partió en dos el corazón, una flecha acaso disparada certeramente por el Dios de Los Bárbaros del Norte para que los habitantes de Los Valles del Oeste contaran a los hijos el himno completo de su grandeza divina. Raimon cargó con Telesforo, siguió la ruta de las armas sin dueños y comenzó la ascensión de Las Montañas. Enorme era su fortaleza incluso mutilado y desnutrido, pero no era menos colosal la dificultad de aquella ascensión con un cadáver a cuestas. Una tormenta de nieve le obligó a depositar el cuerpo de Telesforo sobre un talud. Cuando hubo recuperado las fuerzas y el viento sopló con menor intensidad, acopló de nuevo a la espalda el cadáver del amigo, rígido como un leño, y se dispuso a continuar la marcha. Entonces resbaló y trató de sujetar el cuerpo de Telesforo con el brazo que le faltaba y por eso el fallecido padre de Bel se escurrió sobre una pendiente hasta caer por un precipicio, condenado a dormir el último sueño en una sima de Las Montañas. Arturo el poderoso, que había visto partir a un ejército de jóvenes guerreros, agachó la cabeza con tristeza al observar el regreso de una partida exigua de tullidos y harapientos. Los supervivientes vestían pieles, traían largos los cabellos, prematuramente canosos, y crecidas las barbas blancas. Los campesinos y los pastores de Los Valles del Oeste les salían al paso y les preguntaban por tantos como habían perecido. Ellos no respondían. Raimon, dado ya por muerto, apareció en Los Valles del Oeste cuando los vencidos comenzaban a recuperar la cordura y, con ella, toda la amargura de la derrota. Telma dejó de sollozar y fue a su encuentro con una esperanza súbita en los ojos y con la pequeña Bel en los brazos. Raimon le detalló con gran duelo el final de Telesforo, y también le propuso ser el nuevo padre de su hija. Telma no recurrió a las lágrimas, dominada de pronto por el deseo de reunirse con el amado: si no podía ser en vida, como ella hubiese querido, sería más allá de la muerte, como Los Dioses habían dispuesto. Dejó a Bel a los pies de Raimon al tiempo que le decía al guerrero derrotado: "Cuida de ella, puesto que no has sabido cuidar de mi esposo". Telma, sin más palabras ni lamentos, se alejó como una gacela perseguida por los lobos. Raimon vio que se encaminaba hacia el barranco de los suicidas. Cayó entonces de rodillas y de sus ojos brotaron las silenciosas lágrimas que Telma no había llorado. El guerrero abrió los párpados al sentir que algo le acariciaba el rostro: las manos de Bel perseguían las lágrimas que él derramaba y las aplastaban contra la piel descolorida de su tez antes de que se perdieran en el bosque ceniciento de sus barbas. Raimon contempló a Bel cuando se retiró de sus pupilas el velo de la desdicha y estuvo seguro de no haber visto jamás una criatura tan hermosa; unos ojos tan verdes, una piel tan tersa, unos cabellos tan rubios. Este relato es lo único que poseo, ya lo saben, ya lo he dicho, y al contarlo advierto que encoge el ánimo de quienes me escuchan. Ustedes me han dado alimento y cobijo en esta noche enemiga y pueden hacerme callar con facilidad. Mis palabras son palabras de viejo, y no sé cantar mi canto de otro modo. Busco la tierra donde nací, y me acompaña este perrillo que acaso ignora que mis pasos recorren un camino de muerte. A veces lo acaricio, y en ocasiones le pido que se aleje de mí. He conocido mujeres muy bellas y hombres muy apuestos, pero generalmente no se correspondían sus encantos físicos con esos atributos espirituales en los que beben las virtudes. Raimon contemplaba a Bel y la veía cada día más hermosa; la belleza interior de la muchacha, al igual que en la madre, reforzaba la perfección de su cuerpo y sus facciones. Temía incluso tocar la piel o acariciar los cabellos o sentir en su rostro el aliento de la joven; de su auténtica hija en las memorias confundidas por los años, en los falsos recuerdos de campesinos y pastores, para quienes Telesforo era olvido y por eso asociaban a Telma únicamente con él, con el Raimon que había salvado a Bel del destino que la madre, en su locura, había elegido para las dos. La muchacha le decía: "He soñado con mi madre y me ha pedido que me acerque al barranco de los suicidas". Raimon se dejaba acariciar, cerraba los ojos para sentir con mayor intensidad la ternura de aquellas manos que recorrían su rostro como la vez primera, cuando acallaron su llanto de hombre derrotado en la guerra y en el amor. Y no impedía que la hermosa Bel caminase por la senda que tantos pasos desesperados habían recorrido para huir de la vida. Seguía a la muchacha sin permitir que ella descubriese la vigilancia protectora. La joven recogía flores del camino y luego las dejaba caer al barranco de los suicidas. Por un momento, ante aquella lluvia de amor, cesaba el aire, procedente del abismo, que arrastraba los sollozos interminables de tantas almas desgraciadas. Raimon se acostaba muy temprano cuando Bel regresaba del barranco de los suicidas; Telma aparecía en su sueño, le besaba los labios y le daba las gracias por haberle consentido ver a la hija. La doble hermosura de Bel se convirtió poco a poco en una leyenda para los habitantes de Los Valles del Oeste. Como le sucedía a Raimon, los hombres no se atrevían a tocarla ni le sostenían la mirada más allá de un instante. Acaso temían perder el amor que sentían por las esposas, al igual que Raimon temía enamorarse de aquella hija que no era suya pero que le exigía los deberes de un padre verdadero. Arturo el poderoso esperó el regreso de los hijos sentado en el poyo de su cabaña hasta que una tarde su cabeza descansó al fin sobre su pecho. Nadie para entonces sabía la cuenta exacta de los años que había vivido. Tuvo cuatro hijos, cuatro varones, con la primera esposa. Los cuatro se casaron el mismo año en orden inverso al que habían nacido, y los cuatro llevaron a las mujeres ante la tumba de la madre, que había fallecido sin conocer a ninguna de las nueras. Los cuatro hijos de Arturo el poderoso oyeron el ruego de la difunta, y para satisfacer la petición se reunieron al final de los trabajos de una jornada. "Madre está triste", habló el primogénito. "Por padre", habló el segundo. "Porque se ha quedado solo", afirmó el tercero. "Y nosotros debemos remediar esa soledad para que madre no esté triste", concluyó el benjamín. La soledad consume a los hombres muy deprisa, como consume a las mujeres, y los hijos de Arturo recorrieron Los Valles del Oeste en busca de una compañera para el padre. La esposa de Arturo no deseaba la fidelidad con que el marido honraba su memoria mientras envejecía prematuramente, no deseaba que él se reuniese cuanto antes con ella bajo la tierra. Conocía la valía de Arturo, la ayuda que prestaba a quienes le pedían consejos o bienes materiales, y por eso cabalgaba con los hijos asida a sus pensamientos. Le susurraba al primogénito: "Recuerda que tu padre todavía me quiere". Hablaba con su segundo hijo para advertirle: "Esta mujer no conquistará el corazón donde yo aún vivo". Al tercero le recriminaba: "No me busques a mí en otras, como hacías antes de enamorarte". Y consolaba al benjamín: "No desesperes, hijo mío. Aunque eres más joven que tus hermanos, te aseguro que tienes tantas posibilidades como ellos de encontrar a la que acariciará a tu padre con las caricias que yo no puedo regalarle". Y precisamente fue el benjamín de Arturo el poderoso quien halló a la muchacha morena que sería la segunda esposa del noble caudillo de Los Valles del Oeste y la madre de su quinto y último hijo, la madre de Pol. Para ello, el cuarto hijo de Arturo hubo de perderse una noche y continuar extraviado durante días. Su flecha de cazador, errado el disparo, atravesó la espesura de Los Bosques del Este. El hambriento hijo de Arturo oyó un quejido que provenía de la floresta y no comprendió de inmediato que había herido a alguien. Siguió la dirección de la flecha y en lo más umbrío de un paraje frondoso descubrió el cuerpo inerte de un muchacho caído sobre los helechos. La flecha lo había alcanzado en un hombro. El hijo menor de Arturo, cuyo nombre no recuerdo por más empeño que ponga en ello, lo mismo que me sucede con los nombres de sus tres hermanos y con el nombre de la primera esposa del caudillo de Los Valles del Oeste, comprobó que el corazón de aquel hombre aún latía y se dispuso a socorrerlo. Pensó en arrancarle la flecha mientras estuviese inconsciente para no causarle más sufrimientos de los que ya le había originado. Le rasgó las ropas y entonces aparecieron ante su vista los pechos de una mujer. Extrañado por el descubrimiento, observó aquel rostro exánime y la ausencia de barba desmintió también lo que indicaban a primera vista aquellos cabellos negros, casi rapados, y aquella vestimenta de hombre. Las manos ensangrentadas del hijo menor de Arturo habían extraído ya la flecha cuando la joven recobró el conocimiento. El eco del dolor, que aún no se había apagado en el interior del cuerpo femenino, hizo gritar a la muchacha. La sujetó el benjamín de Arturo y le habló así: "Cálmate, mujer, que soy un hombre de bien, o eso procuro. No quise herirte, pero el hambre que tengo y la fatiga que me domina traicionaron mi pulso. Te conduciré donde me pidas, y no temas por tu vida, que yo la protegeré de cualquier peligro que pueda haber en estos bosques". Y cuando la mujer se tranquilizó, prosiguió hablando el benjamín de Arturo para decirle: "Antes te haré una pregunta si me lo permites, a la que me responderás sólo si la pregunta y la respuesta no te ofenden. ¿Por qué deseas hacerte pasar por un hombre cuando eres una mujer tan bella?". La joven cubrió la desnudez de los pechos y contestó: "Huyo de Rex el poderoso". El hijo de Arturo se palpó el mentón con los dedos aún manchados de sangre y habló así: "¿El poderoso, dices? A mi padre también se le conoce por ese sobrenombre. Se lo pusieron por defender Los Valles del Oeste, cuando nos invadieron Los Bárbaros del Norte, y por ganar batallas para otros en las guerras de lo cotidiano. ¿Puedo saber qué hizo ese Rex del que huyes para pretender la fama de mi padre?". La mujer, mientras el hijo menor de Arturo le tapaba la herida con una cataplasma improvisada, contestó: "Tiene cincuenta hijos, todos varones, y es el dueño de la violencia". Asintió el hombre, se palpó el mentón otra vez. "¿Puedo saber ahora por qué huyes de él?", se interesó el hijo de Arturo cuyo nombre sigo sin recordar pues el lamentable aspecto de mi cuerpo es el reflejo fiel de algunas partes de mi memoria. La mujer, tras un instante de duda en el que pareció poco dispuesta a contestar, respondió: "Porque quiere mi cuerpo para engendrar más hijos, que le odiarían como le odian los que ya engendró en los cuerpos de otras mujeres que también le odian". En esta ocasión fue el hombre quien guardó silencio antes de hablar así: "Pues yo te digo, mujer, que ese Rex es indigno de compartir el apodo con mi padre Arturo. Me dirás tu nombre y a cambio yo, si consigo orientarme finalmente, te conduciré a mi tierra para que confirmes la verdad de lo que sentencio". En la huida halló Sara, que así se llamaba la mujer, su destino. El hijo menor de Arturo la subió a lomos de la montura y él empezó a caminar con las riendas del caballo en el puño mientras le preguntaba a la madre si aquellas manos femeninas eran las manos con que ella acariciaría desde la tumba al esposo. Pero la voz de la madre se había extinguido en su mente y en su corazón. El hijo menor de Arturo no comprendió que el silencio que escuchaba era una afirmación; los muertos sólo callan cuando están en paz con los vivos, cuando los actos de los vivos les permiten descansar en los lechos de tierra, en el regazo de Los Dioses. Huyó Sara y encontró su destino, ya lo dije. Otros buscan su destino y hallan la perdición. En ocasiones es certera la flecha en el yerro, y a veces se equivoca la flecha que se clava en el centro de la diana perseguida. La vida cobija tantos misterios como la muerte, y Arquín el sabio deseaba la eternidad de Tobías y Melina pues sus días de mortal no eran bastantes para satisfacer su curiosidad, infinitas las ignorancias que acarrea el excesivo saber. Llegó el benjamín de Arturo al hogar del padre, le mostró a la muchacha que había hallado al perderse en Los Bosques del Este, le habló de la indefensión de Sara y le pidió cobijo para ella: la joven no podría vivir bajo el mismo techo que su esposa; un hombre entre dos mujeres hermosas estaba condenado a romper la dicha del amor, frágil como los últimos hielos de las primaveras. "Dices bien, hijo", le respondió Arturo, y continuó hablando así: "Sobra espacio en mi cabaña, y no será ahora cuando se cierre mi puerta ante quien necesite hospitalidad". Arturo tendió la mano a la doncella, habló para decirle: "Pasa, mujer, y acomódate donde gustes. No te molestaré por las noches ni durante el día, te doy mi palabra delante de mi benjamín, que recorre últimamente los confines de esta tierra como si no amase a la esposa que lo ha bendecido con su amor". Arturo, tras acusar con la mirada al hijo, le pidió: "Di a tus hermanos que cesen la búsqueda que han emprendido. Tienen en sus casas cuanto necesitan y yo nada necesito. Les das mi mensaje y luego te lo aplicas a ti".

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