Revista Literatura

El narrador de historias fantásticas

Publicado el 25 octubre 2015 por José Ángel Ordiz @jaordiz
Sobre la hierba ribereña caía la sangre que manaba de su costado. Vio el puñal abandonado del agresor, lo tomó en la mano. El quinto y último hijo de Arturo el poderoso levantó el brazo armado por la ira para atentar contra sí mismo, para completar la tarea que Remedes no había finalizado, pero entonces el amor por Bel se transformó súbitamente en odio por aquellos dos hombres salidos de la nada que le habían arrebatado lo más valioso que alguien puede tener. No miró hacia atrás al alejarse en el caballo, al seguir los pasos de aquellas dos sombras que nublaron en un instante el cielo de su existencia. Pero Pol no perseguía: huía de tanto como había perdido, huía de la pesadilla que había suplantado a una realidad tan hermosa que acaso era demasiado bella para que un hombre la viviese. Pensaba en las caricias y en los besos que ya no recibiría de la amada, a la que tampoco podría ya besar ni acariciar, en la voz que ya no oiría, en las risas que ya no le harían reír a él, y cada pensamiento alimentaba su deseo de venganza. Ignoro incluso lo que sé porque mis pasos han recorrido demasiados caminos y cuanto aprendí en las idas era mentira en las venidas. La bondad y la maldad se entreveran en mis palabras, al relatar los hechos que protagonizaron los personajes que aún me habitan, y a veces me duelen como nunca me han dolido algunos pasajes de este canto. Entonces advierto que hay cicatrices que cubren las heridas sin curarlas para que, en vez de cerrarse, se agranden hacia dentro, hacia lo más profundo de nuestro ser. Escasas son mis propiedades, ya lo ven, pero cuánto me hacen sufrir al recontarlas; no menos, sin embargo, del dolor que corresponde, en justicia, al desorden de mis actos. Nuestras existencias complementan los destinos ajenos, al igual que los días de otros condicionan nuestras vidas, pero recuerden que mis sentencias son el fruto de la osadía que proporciona la ignorancia; la prudencia de una mínima sabiduría eliminaría de mis labios estos alegatos que entorpecen mi narración en mayor medida que la refuerzan. Remedes y Almudio corrieron río arriba, por las rutas del norte, y Pol, en su huida imposible, los persiguió con la misma premura mientras presionaba el costado con la mano para cubrir la herida por la que fluía el hilo de sangre con que la muerte devanaba la madeja de su existencia. En ocasiones se acortaban las distancias entre el perseguidor y los perseguidos, y Remedes, que marcaba el paso a Almudio, maldecía entonces y buscaba lugares por los que no pudiese pasar aquel jinete que les seguía el rastro aun durante la noche, cuando no hay trochas, cuando deben adivinarse los caminos. Mascaba raíces Almudio, Remedes miraba hacia atrás y Pol cabalgaba a lomos de la desesperación. Llegó el alba, como llegó el nuevo atardecer, y el quebranto se manifestó en los perseguidos con idéntica violencia que en el perseguidor moribundo. Alcanzaron las primeras estribaciones de Las Montañas cuando el transcurrir del tiempo había dejado de tener sentido para los tres hombres que sólo en el futuro podrían hallar reposo; el infortunio, labrado en un instante, aspiraba a acompañarlos de por vida. En la noche de Las Montañas del Norte perdió el perseguidor las huellas de los perseguidos, y la luz de la mañana descubrió a un Pol agónico sobre el alazán: el caballo, detenido en la orilla de una trocha, piafaba, bufaba y volvía hacia él la cabeza de cuando en cuando. Incapaz de moverse, Pol abrió los párpados para reconocer el lugar donde habría de morir. Entonces distinguió una extraña figura, acaso humana, que se acercaba a él, alguien sin cuello, con dos cabezas. El jorobado se paró ante el jinete y pronunció unas palabras que el hijo de Arturo no entendió, como tampoco reconoció su propia voz al hablar para decir: "Soy Pol, y busco a quienes me han matado". Eso dijo antes de caer del caballo sin sangre en las venas. El jorobado lo cargó a la espalda y se dirigió a la cabaña de Tobías y Melina los eternos, a los que servía. Tobías le pidió al sirviente que tendiese al hombre en el lecho más próximo al fogón. "Late su corazón, su corazón muerto", sentenció el viejo Tobías, y miró a la esposa. Melina asintió con el gesto cuando sus sentidos corroboraron el dictamen del esposo. "Es muy joven", repuso la anciana, y prosiguió diciendo: "Aún puede vivir otra vida si el olvido se muestra clemente con él". El viejo miró a Pol, que parecía sufrir incluso en su inconsciencia, y luego contempló a Melina con el único ojo que le quedaba antes de hablar así: "Tú has decidido, mujer, que sea como has dicho". EL NARRADOR DE HISTORIAS FANTÁSTICAS

Raramente la obra preferida de un autor coincide con el relato que sus lectores prefieren. Ahí tenemos el caso de García Márquez (alcanzó la fama con Cien años de soledad pero él se sentía más orgulloso de haber creado El coronel no tiene quien le escriba) o el enfado de Eduardo Mendoza cuando las autoridades educativas eligieron como lectura obligada para el alumnado Sin noticias de Gurb en lugar de La ciudad de los prodigios.

Salvando las abismales diferencias, claro, a mí me sucede lo mismo con El narrador de historias fantásticas, la única novela (mía) que salvaría del fuego a pesar de que Sal dulce (toda una vida empleé en esa historia; toda mi vida, real y ficticia, dispersa en sus páginas) se lleve los mayores elogios de mis pocos lectores (normal que pocos sean, otros y otras escriben mejor y pocos tienen).

Ese narrador que habla en el fragmento de esta entrada no es especialmente apreciado salvo por mí. No recibió, como sus hermanos y hermanas de sangre, reconocimientos en concursos, y tuvo que defenderse solo en la primera y en la segunda edición.

Los padres suelen querer más al hijo o a la hija que más necesita las caricias, pero yo no quiero más al narrador por eso: corrector nato, implacable (para mí tengo que escribo para poder corregir lo escrito), es el único relato (mío) que releo sin que desee la goma de borrar o las tijeras que usé tanto en una novela (finalista en el premio Herralde cuando yo era joven, El desconsuelo en Tebaida se titulaba, aún se titula así en el acta del jurado) que ni una línea queda de ella.

Soñé, y el narrador contó el sueño, con la hermosa Bel, con el apuesto Pol y con la no menos agraciada Rosalinda, con sabios y brujas y gigantes y enanos y ladrones y desiertos y ciénagas y montañas y bellacos y príncipes, con hielos azules y bosques y ríos y mares y pócimas y flechas y bárbaros y magias, con amores eternos y odios y con un perrillo y con ese enigmático narrador. Soñé algo que los más jóvenes no entienden y que los adultos desprecian. Vaya por Dios y por el misterio de la Santísima Trinidad, ni para soñar algo bueno (para otros) sirvo.


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