EL NIETO DE LEONCIA
«Hay instintos más profundos que la razón».
Arthur Conan Doyle

Oros y velo, Breza Cecchini Ríu, óleo y pan de oro sobre lienzo, 2016.
Leoncia fue una anciana de mirada dulce, hablar pausado y andar cansado. Una señora risueña, de dientes pequeñitos y de pelo trenzado, que ocultaba, bajo su arrugada piel, una amenaza terrible.
Los del pueblo recuerdan que olía a ajo. «El ajo es sano, mijito, es un revulsivo contra los vampiros», decía a su nieto cuando este se quejaba de que las tostadas del desayuno eran tan fuertes que le provocaban náuseas; sin embargo, lo que más llamaba la atención no era el penetrante olor a ajos de Leoncia, sino el bolso, grande y marrón, del que nunca se separaba.
«¿Qué oculta la abuela en su zurrón?». «¿Qué es lo que esconde en esa especie de alforja, herméticamente cerrada?» Estas y otras preguntas parecidas unían, como lana enredada en agujas, los corrillos de las aceras.
—¿A dónde va, Leoncia, con este calor que mata? —preguntaba, día tras día, la criada—. ¿Por qué no espera el momento de las charlas y de las limonadas para dar su caminata? —y, haciendo exagerados gestos, le gritaba—: Un día de estos, a usted le dará un soponcio. ¡Doña, no sea tan obstinada!
—Déjeme…, déjeme: necesito estirar las piernas —respondía la anciana a su sirvienta, quien luego testificó que su patrona, aquella tarde, había echado en el bolso algo envuelto en papel plata.
UN CÚMULO DE IMPREVISTOS
La anciana se encontraba en la alambrada del prado, que lleva al riachuelo, cuando el nieto apareció. El chico estaba sofocado por la carrera que había tenido que dar para poder alcanzarla.
—¡Abuelita, espérame que yo también quiero dar golosinas a los caballos! —gritó, entre resuellos, el pequeñajo.
—¡Vaya…, niño, esto sí que no me lo esperaba! —la abuela no había sentido llegar al chico—. ¿Saben en casa que estás aquí, criatura?
—Me escapé por la ventana y sin hacer ruido, yaya. Es que quiero quedarme contigo, ¿sí…?
Leoncia no iba preparada para interrupciones. Escogía las horas en las que el sol apalea las calles para evitar imprevistos. La anciana sabía que, una vez que se ponía en marcha, la adrenalina no la dejaría frenar. Siempre había sido así: siempre había terminado aquello que había comenzado —este dato se supo más tarde, cuando encontraron su diario en el bolso.
—¡Toma…, dales! —y le entregó un trozo de pan y unas zanahorias al nieto—. Pero dales sin recelos, ¿entendido?
Y el niño, que tenía miedo a que una de las bestias lo mordiera sin querer, titubeando, ofreció los alimentos a los caballos.
—¡Así no, que se asustan! ¿Qué te he dicho? Tienes que acercarte despacito, mijo, y, para que no desconfíen, ofréceles primero las zanahorias, que son jugosas y dulces —pero el chico dudaba y retiraba el brazo cuando los caballos se acercaban.
—¡Hazme caso, caramba, que para esta faena no tenemos todo el día! —y la anciana, con impaciencia, colocó la mano del nieto a la altura de los dientes de los animales.
Fue, entonces, cuando el prado verde Chagall y el cielo azul Tiziano fueron testigos de lo que allí sucedió. El potro, demasiado pequeño, no pudo comerse los alimentos que el chaval les acercaba; y los tiró. Pero la yegua…, la yegua tampoco comió.
—Abuelita, abuelita, ¿por qué no quieren zanahorias? ¿Es que, acaso, no son, como dices, jugositas y dulces? —y Leoncia, a gritos—:
—¡Trae acá eso, niño!
LA VERSIÓN DEL CHICO
—Mi abuelita me quitó las zanahorias e intentó convencer a la yegua y al potro para que las mordieran. Pero ni modo. En esas, un trozo se cayó al suelo y yo lo cogí. Y no sé…, pero me entraron ganas de probar para saber por qué los caballos no las querían; y eso que, ¡buah!, no me gustan nada.
—No está bien comerse lo que cae al suelo —comentó el inspector de policía, pero el niño no lo escuchó: estaba muy metido en su historia.
—Así que le dije al caballito: ¿Ves cómo se hace? ¿Ves? ¡Aprende! Abres la boca y… ¡trincas! Entonces, cranch-cranch, hinqué los dientes en el cacho y me lo zampé.
—¿Y…?
—¡Uff..!, la potrilla no me hizo caso y la madre siguió mirando al suelo con ganas de, ¡ñam, ñam!, pero no se atrevió ni con la hierba fresca, ¿sabe? No quitaba ojo a mi abuelita que estaba dale que te dale con la yegüita para que se merendara lo que había sacado del bolso —llevaba la comida envuelta en papel plata—. La miré y me di cuenta de que la yaya estaba rara y zarandeaba la zanahoria: «¡Toma, toma…!», chillaba a los animales.
—¿Y, mientras…? —el inspector había dejado de teclear en el ordenador y miraba, desconcertado, al muchacho.
—El caballo chiquito temblaba de miedo. Hacía «¡Brrrrrrrr!» y yo me puse malo y me entraron ganas de vomitar. La lengua se me puso muy pastosa y tenía un sabor amargo en la boca. Me asusté muchísimo, ¿sabe?
—¡Madre mía, chico…! —exclamó el policía, que a esas alturas creía ser un personaje de un relato de ficción. Pero el niño continuó:
—Grité: ¡Abuelita, vámonos a casa! ¡No me encuentro bien! Ella me miraba fijamente y no se movía. Me miraba con ojos de chalada. Y, entonces, fue cuando estornudó, ¡achís-achís!, y dijo, bien clarito, que…
—¡Dios Santo! ¡Habla, habla…! ¿Qué le oíste decir? —el hombre, atrapado en la narración del crío, no tenía oídos para nada más.
—Dijo: ¿Cómo es posible que no me haya atrevido antes a…? ¿Cómo es posible que haya perdido todo este tiempo con los animales cuando es mucho más estimulante con las…? Y se quedó ahí, como pasmada.
—¿Quieres descansar un rato? —interrumpió el agente, que había comprendido el pensamiento de Leoncia—. ¿Hacemos una pausa? Toma, bebe un poco de agua…
—No, gracias, señor —el chico había cogido carrerilla, y prosiguió—: Entonces, yo me desabroché la camisa porque el corazón me hacía ¡pum-pum-pum! Quería ir con mi mamá, pero la yaya, con la mirada muy fija en mí, decía: «Espera, espera…, que en nada se te pasa; seguro que es un golpe de calor». Y su sonrisa era como la del gato de Alicia, ¿sabe?, la niña de las Maravillas. Entonces…, ¡puaj!, ¡pumba!, se cayó al suelo y se puso blanca como las tizas del cole. Le pasó lo que al galgo viejo de mi abuelo, que no se levantó. Señor, ahora sí que tengo sed, ¿me da agua, por favor? —el niño bebió.
—¡Tremendo lo que cuentas, chaval! ¿Y qué pasó después?
—Pues, ¡bluagh!, vomité todo lo que tenía dentro y salí corriendo hacia mi casa para pedir ayuda, pero dicen que mi abuela ya estaba muerta cuando la dejé en el prado. Cuentan que su corazón, ¡zzz-zzz-zzz!, se durmió para siempre.
—¿Qué más recuerdas de ese día?, porque hay que ver la memoria que tienes.
—Que el cielo parecía arañado, como cuando un gato te pasa las zarpas por el brazo y te quedan las marcas rojas; solo que, en vez de rojos, los rasguños del cielo eran blancos. Me dijo mi padre que es por culpa de las alas de los aviones, que rozan las nubes y las rayan, ¡scruntch, scruntch, scruntch!, aunque eso suena a marcianos. ¿A que sí, inspector?
Luego de un receso de quince minutos, el chico terminó su declaración:
—Unos días después, jugando en los jardines de la iglesia, escuché a Doña Inocencia, la hermana del cura, decir a una vecina que a mi abuela le había fallado el corazón. Dijo que «Leoncia había muerto ebria de satisfacción» y que parecía que había encontrado su «eslabón perdido». Esa señora siempre habla raro. Lo que pasa es que entendí, porque la otra, la que suda mucho, le respondió que sí, que había muerto de felicidad y que son pocos los que encuentran «el camino de su ventura».
—¡De madre…! —exclamó el policía, fascinado con el relato—. ¡Ay que ver cómo se las mandan en el pueblo! ¿Estás seguro de esa conversación?
—Si, sí, la que suda mucho repitió dos veces «¡camino de su ventura!». Y la hermana del cura, mirándola raro, le tiró: «¿Habrás querido decir… camino de su desventura? Porque, Arancha, ¿no habrás olvidado el quinto mandamiento, verdad?». Y la otra, mirándola con desconfianza, porque dice mi madre que la misa diaria es como una cámara de vigilancia, respondió muy bajito: «Será, será…». Y, luego, soltó varios «¡ejem!», así como con carraspera. Esa es la vecina que siempre cuchicheaba con la abuela sobre la «fuerza de los instintos». Tiene que conocerla. Es una que se parece a Cruella de Vil.
—¿Cruella de Vil? Pero…, ¿y, ahora, quién es esa…?
—¡Ay…, ay…, comisario! ¿No lo sabe? Es la que en la peli despelleja a los dálmatas.
EXTRACTO SACADO DEL DIARIO DEL NIÑO
(…) Ayer fui al prado, la yerba estaba verde y salpicada de margaritas. Las margaritas son girasoles pequeñitos, sólo que sin semillas que den aceite. Cogí y salté la valla y fui derechito hacia el árbol donde la yegua y su potrillo se resguardaban del sol. Los acaricié y la yegua me pasó la lengua por las manos. Es áspera. Dice mi padre que comen terrones de azúcar, así que mañana les traeré… Me gusta cuando hacen ¡hiii, hiii, hiii!, enseñando sus grandes dientes.
Hoy he escuchado a la salida de misa que el espíritu de la abuelita ha encontrado cobijo en el viejo tejo del pueblo y que, por eso, el árbol se está secando. Aseguran que sus ramas hacen ¡cronch, cronch! y que otras formas de lobos feroces son posibles. Mmm-hmm, interesante: un día de estos me acerco a ver.


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