Azul. El mar descansa bajo la mirada del niño, que recostado sobre la arena, sopesa la calma del día. En el horizonte, de pronto un punto. Una mancha oscura, que de a poco se agiganta, cobra forma, se hace objeto.
Las pupilas lo enfocan, su cuerpo espera. No se mueve, solo respira. Es paciente, no sabe de minutos ni horas. Aquello es inmenso. Descomunal. Jamás ha visto nada igual. De todas formas, aguarda, no corre, no escapa, solo aguarda.
Las aguas se inquietan, lanzándose contra la costa. Parece enojadas, molestas que le han quitado la serenidad. La mancha que ya no es mancha, que ahora es objeto, oculta detrás de si gran parte del cielo. Solo entonces, el niño, deja de ser niño. Se incorpora y camina hacia el azul, acortando distancia con eso que está llegando a la isla. No tiene miedo, tampoco curiosidad.
- ¡Un niño! ¡Hay un niño en la playa!
Escucha sonidos que no identifica. En lo alto de aquello, hay seres que caminan de un lado a otro. Otros, descienden al agua dentro objetos más pequeños. Se pone alerta. Por alguna razón, siente que puede convertirse en presa. Y entonces, se aleja.
- ¡Qué no se vaya! ¡Necesitamos que alguien nos diga dónde estamos!
Deja atrás las voces, y vuelve a la vegetación espesa, donde la noche se esconde del día. Siente sonidos más fuertes, varios, pero aquello ya no le interesa. Se interna entre la maleza y los árboles, perdiéndose sin perderse cada vez más en la isla, dejándose devorar por el paisaje, sabiéndose a salvo, lejos de cualquier peligro.
Se detiene delante de su sitio, bajo la gran roca. Allí donde duermen sus padres desde el último frío, cada día más quietos, más apestosos, perdiendo el color que les conocía. Ya no escucha las voces. Está en la penumbra, solo.
Negro. La nada descansa bajo la mirada del niño, que recostado sobre la piedra, sopesa la calma de la noche.