Después del sexo, Julia no me dio un respiro. Al día siguiente empezaba a trabajar y no tenía qué ponerme.
-Pues lo mismo que hoy. ¿No? -pregunté dudando ante su cara de incredulidad.
-Tú estás loco. Cómo vas a repetir modelito. Y el siguiente, ¿qué? ¿También lo mismo?
-¿No? -dije con miedo, dudando de si esa era la respuesta correcta.
-Ahora mismo nos vamos de compras. Vestidos, pantalones, camisas, ropa interior, zapatos. ¡Y complementos! Que no se nos olviden los complementos.
-Vale, me cambio y nos va...
-¡No! ¡Pero cómo te vas a cambiar!
-Mujer, por ir más cómodo, llevo todo el día así y me gustaría retomar mi masculinidad.
-Ah, vale. ¿Y vas a entrar en los probadores vestido de tío a probarte montones de ropa de tía?
-Bueno visto así... Vale, me subo las medias y nos vamos.
-Deberías retocarte un poco el maquillaje, creo que me lo has pasado casi todo.
La miré detenidamente. Era cierto, su cuerpo desnudo estaba sembrado de la marca del carmín de mis labios.
Odiaba ir de compras con Julia. Bueno, tampoco me daba tiempo a odiarlo mucho porque en seguida nos separábamos y yo me iba a un bar o con algún amigo, pero esa tarde lo disfruté. Ella estaba entusiasmada, eligiendo ropa para mí, alabando como me quedaba y con algún que otro toqueteo entre probador y probador de los que nunca antes me dejaba y que realmente fue la causa de que perdiera el interés por ir de compras con ella. Eso sí, me frenaba cualquier intento de besarla para no echar a perder mi maquillaje. Volví a casa lleno de bolsas y con los pies destrozados. Por suerte Julia debía de estar tan agotada como yo y sus ansias de sexo habían desaparecido cuando salí de la ducha, y pude dormir cómodamente dentro de mis confortables calzoncillos.
Mi primer día laboral empezó a las cuatro de la mañana con el sonido del despertador. Tenía que afeitarme, colocarme los postizos de los pechos y del trasero y el refuerzo para aplastar los genitales, vestirme y maquillarme.
Cuando terminé me miré al espejo. Estaba espectacular. Lo mismo debieron opinar los tíos que me rondaron en el trayecto de metro. Era patético y asqueroso sentir sus miradas y sus roces. En cuanto empezara a cobrar ahorraría para la entrada de un coche y poder librarme de tanto baboso. No tardaría mucho, no me dijeron el sueldo pero para un profesional con mis capacidades tenía que ser muy alto, como en mi último trabajo.
Nada más llegar se mascó la tragedia. Me enviaron al departamento de personal que consistía en un señor que solo separó la vista de mis tetas para mirar la tarjeta de la seguridad social.
-¿No tienes el DNI?
-Es que me robaron la cartera y lo tenía dentro -mentí. Mi DNI renovado un mes atrás descansaba seguro en mi casa, con mi foto con las barbas de moda-. Pero eso vale, ¿no?
-Sí, sí, vale. ¿Daniel? ¿No te llamabas Daniela? Daniel es nombre de hombre.
-Y de chica, es que mis padres son extranjeros y en su país es de chica -dije sin dudar la excusa que había planificado-. Todo el mundo me llama Dani.
-¿Extranjeros? García y Pérez no parecen apellidos muy extranjeros.
Mierda. No era tan tonto como había presupuesto. Necesitaba una buena excusa o que volviera a mirarme las tetas.
-Uruguayos, son de Uruguay. Allí Daniel es muy común entre las chicas, ni una Daniela -dije lo primero que se me ocurrió, juntando los brazos y deseando poder tener un canalillo en condiciones que mostrar y sustituyéndolo por una sonrisa.
Funcionó. Sorprendentemente, pero funcionó.
El volver al trabajo me hacía sentirme vivo, útil y realizado. Si realmente fuese mujer hubiera sido la única en el bufet. Todos me trataban fenomenal y eran muy atentos. Insistían en invitarme a café y a comer. Es cierto que estaba trabajando hasta muy tarde, pero nunca me había asustado el trabajo y después de tanto tiempo estaba empezando a sentirme reconocido. Las únicas dificultades que tenía eran que no podía olvidar impostar la voz, juntar las piernas al sentarme y fingir que no entendía lo que era él fuera de juego.
En casa todo funcionaba a las mil maravillas. Julia estaba cariñosa como nunca y nuestras sesiones de sexo eran salvajes y diarias. Hasta el viernes, que se mosqueó porque cuando llegué a casa ella había salido con unas amigas, así que aproveché para ducharme, vestirme y prepararle una cena romántica, con velas y todo. Cuando llegó se quedó quieta y con la boca abierta. Pensé que la había sorprendido, pero se puso echa una fiera.
-¡Pero tú de qué vas! -me gritó-. ¿Quieres que te despidan?
-Mujer, no me gustaría, ¿por qué?
-Como vas vestido así -dijo señalándome con la mano y moviéndola de arriba a abajo con un gesto de desprecio en su cara-. Y encima sin maquillaje.
-Bueno, Julia, aquí no me va a ver nadie del trabajo.
-¡Vaya excusa! Dani, no lo entiendes. Tienes que vivir como una mujer, las veinticuatro horas del día para sentir como una mujer y comportarte como tal, porque si no en un descuido la cagarás y te descubrirán.
-Que va, mujer. Si esto es cosa de unos días. En cuanto vean lo bueno que soy haciendo mi trabajo, lo cuento todo y seguro que no les importa, ya verás que risas, si son todos muy majetes.
-Pero que ingenua eres, Dani.
-Ingenuo -la corregí.
-Eso he dicho.
-No, has dicho ingenua.
-¡Sabré yo lo que he dicho! Y cómo te voy a decir ingenua vestido así -dijo repitiendo el movimiento de la mano y el gesto despectivo.
Esa noche no hicimos el amor. El sábado por la mañana decidí darle una sorpresa. Madrugué y retomé mi disfraz. Mereció la pena al verla tan entusiasmada. Y total, estaba seguro de que estaba en lo cierto y que tarde o temprano recuperaría mi identidad de género y seguiría trabajando en esa empresa y no tenía ningún sentido enrocarme en hacerle ver a Julia su error. El tiempo me daría la razón.
Los días pasaron y lo conseguí: era una mujer. Todo el día. Las veinticuatro horas. Bueno, menos cinco minutos al día, antes de entrar al trabajo, mientras tomaba un café en un bar cercano, siempre en la misma mesa con el mismo tío enfrente que me miraba, mientras yo le ignoraba y me abstraía y escribía en una libreta para no olvidar que seguía siendo un hombre: unos días la alineación de la selección que ganó la Eurocopa, otros la del Mundial. Marcas de cerveza que había bebido, o los nombres de las chicas con las que me había liado desde el instituto.
En la oficina la situación empezó a cambiar. Seguía trabajando mucho, que no me importaba, pero empezaron a dar por sentado que entre mis funciones también estaban poner cafés a los socios, recoger la cocina y mantener la oficina decorada y preciosa. Las invitaciones a comer se mantenían, y se aumentaban con piropos a mis ojos, a mi boca y a mi anatomía en general. Acompañaba a los socios a reuniones importantes, lo que al principio me ilusionó hasta que me di cuenta de que no querían mi intervención, tan solo que estuviera allí. Empecé a ser su apoyo, literalmente. Sus manos buscaban con mayor frecuencia mis hombros y mis caderas. Todos menos Javier, el socio más joven que no tendría muchos más de cuarenta. El sí que era todo un caballero. Ni un roce, ni por descuido, ni un piropo mal dicho, más que un "qué guapa estás, como siempre". Educado y guapo. El más guapo. Me hablaba normal, interesándose por mí y mis opiniones y cuando veía que algunos de los más carcas y babosos me invitaban a comer, salía a rescatarme diciendo que lo sentía pero ya se había adelantado él. Para defenderme del acoso de los demás pasaba mucho tiempo con él y también porque estaba cómodo en su compañía. Era un tío cojonudo, si hasta me daban ganas de hablar de fútbol con él.
Nuestra amistad me vino bien y el nivel de acoso generalizado bajó porque darían por supuesto que estábamos liados. ¡Qué poco conocían a Javier! Liarnos, con lo súper enamorado que estaba de su mujer y lo que quería a sus dos hijos.
En casa las cosas volvieron a su normalidad o al menos a la normalidad lésbica que se había instaurado. Seguía representando mi papel femenino. Me levantaba con ropa de mujer y me recomponía como tal. Andaba, comía y hasta meaba como una mujer. Incluso llegué a ser capaz de hacer dos cosas al mismo tiempo.
El sexo volvió a ser diario, menos un día que llegué destrozado a las once de la noche y le dije a Julia que no me apetecía. Se mosqueó y estuvo un par de días sin hablarme.
Después de todo, eso de ser mujer no era tan maravilloso.