Sur de Francia:
La noche es fría y el ambiente tan aburrido como de costumbre. Las ventanas de las casas se van cerrando, irremediablemente, a eso de las siete de la tarde. La mortandad gana terreno, la tristeza se puede ” sentir” en el ambiente. No se escucha nada en la calle.
El cotidiano en Francia suele ser triste, desprovisto de esa ” chispa” que hace que la vida sea agradablemente optimista. No todos son iguales pero por lo general el francés muestra la amargura que ha endosado como una segunda piel, camina con los hombros caídos y el rostro triste sin la menor expresión de alegría.
Los jovenes se sienten viejos antes de tiempo mientras que, los ancianos, esperan esa muerte de la que tanto hablaban en sus años mozos. En realidad, un francés se queja constantemente y es lo que mejor sabe hacer: nace y muere pero entre un estado y el otro no vive.
Francia, el país al que se llega optimista y pronto se piensa, únicamente, en lo negativo por puro mimetismo. La alegría natural es cortada de raíz, en Francia es un sacrilegio.
Una conversación banal toma siempre un derrotero espinoso: las enfermedades, el tiempo que pasa y la muerte. Un francés cuenta el proceso de una enfermedad de un familiar, de un amigo o, del amigo de ese amigo, con detalles precisos. Se regocija al abordar el tema del fin de una vida; tema que sale a relucir muchas veces sin ningún motivo pero llega…y se queda. Cumplir años para muchos es un símbolo de que se acerca la vejez y la muerte, un año más acerca la enfermedad y, por consiguiente, el final.
Para muchos franceses un: ” ¡ ay”! , es el cimiento del cotidiano. La queja eterna que se intensifica al ritmo de ese andar que arrastra los pies. La queja de esa persona ciertamente joven pero que, ya habla de que tendrá que usar un bastón porque ” ese es el detino” de todo ser humano, se sale ” vacio” de un momento de conversación con un francés.
Cuando alguien rompe barreras y lanza una carcajada en la calle el amargado que camina cerca gira la cabeza intentando comprender qué ocurre, es extraño un estallido de alegría en medio de un perpetuo velatorio.
Bendito sean esos franceses que se han convertido en ” ovejas negras” dentro de su propio país, esos que escalan el alto muro que separa el pesimismo del optimismo y que desean: ! vivir!. Un pequeño número que recuerda el bien que hace una sonrisa.
El optimismo se halla ” prohibido” por una historia de genes. Un ” bombardeo” psicológico que cumple muy bien con su cometido: hacer de Francia un país triste, morboso y sin esperanzas. La muerte se espera desde que se nace y la vejez se vive desde la juventud. El simple contacto con un francés suele secar el alma.
Un aplauso para esos que salen corriendo de ese camino trazado por aquellos que no saben para qué nacieron.