—¡Esto es un revolcadero de monos!
Los ocho hermanos se partieron de risa, mientras siguieron saltando sobre las seis camas que llenaban la habitación. Enfadada, la madre decidió encerrarlos allí, pero ni por esas dejaron los niños de saltar, brincar, morder, gritar, chillar, cantar, tirar y pelear.
Al día siguiente la madre dijo.
—¡Muy bien, pues os trataré como a los monos!
Y desde ese día ya no les trajo más ropa, ni los levantaba, ni les daba más comida que fruta pocha y mendrugos de pan seco, pero tampoco así dejaron los niños de saltar, brincar, morder, gritar, chillar, cantar, tirar y pelear.
Tras la octava semana, la madre descubrió que a los niños –que iban siempre desnudos y descalzos– les había empezado a salir pelo por todo el cuerpo, los brazos se les estaban alargando, y las cabezas se les estaban haciendo más pequeñas.
—¡Vivís como los monos y os estáis convirtiendo en monos!
Pero a los ocho hermanos esto les hizo tanta gracia que todavía se dedicaron con más bríos a saltar, brincar, morder, gritar, chillar, cantar, tirar y pelear.
Ocho meses más tarde, la madre que había tratado a sus hijos como monos todo este tiempo, le pareció que era normal que sus hijos fueran monos que se comportaban como monos; incluso no tuvo ninguna extrañeza en comprobar que ella misma se había convertido en una especie nueva de simio que encontraba muy divertido saltar, brincar, morder, gritar, chillar, cantar, tirar y pelear.
Y esta es la verdadera historia de los yetis, esos que los lugareños del Himalaya ocultan de aventureros y turistas, pues saben muy bien que antes eran sus vecinos y parientes y de ninguna manera quieren que nadie los encierre no sea que se convierta también en un simio de los que adoran saltar, brincar, morder, gritar, chillar, cantar, tirar y pelear.
