Es increible las veces que me he comparado con la colega de trabajo , con una amiga e incluso con una lejana vecina que pasa todos los dias cerca de casa. Estoy segura que a todos nos ocurre con una desmedida frecuencia. No hemos encontrado nada mejor para autodisminuirnos que compararnos con aquel que se encuentra en el exterior de nuestra vida.
Todo es perfecto en el universo de nuestro vecino, eso es lo que pensamos y lo damos por tan seguro que la idea nos deprime y nos lleva a una tristeza que nos fastidia la existencia. También es cierto que ese otro hace lo posible por aparentar el tener una personalidad exuberante y una seguridad tan potente que hasta los Dioses se quedan chicos a su paso. Yo he tenido ante mí a una adolescente de doce años que por su manera sofisticada de vestir, sus modales y léxico parecía ser más adulta que yo lanzándome, de paso, a la más tonta niñez.
Apariencia contra autenticidad, eso es todo. Fuí descubriendo, con el correr del tiempo, que la niña de doce años era una fantasiosa que no tenía la menor intención de construir su futuro pues contaba con la ayuda eterna de papà. Que la vecina, la otra y la de más allà tenían existencias que se desmoronaban en medio de traumas, dependencias diversas y vanos intentos por mantener la cabeza fuera del torbellino que las aspiraba hacía la profundidad. Todo era apariencia
Con el tiempo me sentí autentica, comprendí que no me mentía a mi misma porque de hacerlo me habría sentido asqueada. Con el tiempo comencé a sonreir ante el depliegue que hacen los otros para aparentar, quedando diesmados en el intento puesto que es una batalla sin fin
Es mejor no querer ser como el otro, la realidad puede resultar desastrosa. Seguir siendo uno mismo, ahí radica la fuerza