El padecimiento

Publicado el 14 enero 2015 por Netomancia @netomancia
Las tardes son frías cuando el alma está en pena. El clima que reina para los demás es ajeno, inútil. Las tormentas internas no tienen pronósticos pero si consecuencias. Y no existe recaudos que uno pueda tomar para evitarlos. No hay sótanos en los recovecos de nuestra existencia. Cada rincón es alcanzable por el tornado.
Cuenta el dinero en su bolsillo sin extraerlo. Es un ejercicio que la acompaña de pequeña, cuando la vida en la calle era su certeza y el futuro una quimera. Conoce las texturas y las marcas para ciegos. Sabe que tiene lo suficiente como para un par de gramos. El corazón le late con prisa, como el deseo mismo. Es adicta, no lo niega, aunque se esconde.
Hace diez minutos que espera en aquel pasillo húmedo. Su reflejo es una imagen borrosa en un charco cercano, aunque le recuerda mucho a su apariencia real. Del otro lado de la puerta alguien espera una orden y ella, de éste, su turno.
Las cáscaras de naranja derrumbadas a un lado de un viejo trapos de piso le recuerdan que no ha comido. Pero no es hambre lo que tiene, si bien aquella imagen le arranca una fugaz tentación, efímera como su mirada siempre esquiva, saltando de un objeto a otro, como si donde posara su vista hubiese fuego. El olor que llega no es el que recuerda de pequeña, cuando perseguían con su hermano al camión de las naranjas con la esperanza que al menos una cayera sobre el asfalto. Casi siempre se perdía al final de la calle sin haber dejado una mísera muestra de su paso.
Eso sucede con la mayoría. Se van sin dejar una muestra de su paso por la vida. Su hermano, su madre. Ella seguiría el mismo camino. Le duele la pierna. Eso es una huella de su pasado. Ya no recuerda qué golpe la fracturó. Pero en la humedad, el dolor vuelve. Quizá por eso las lágrimas son húmedas. El agua trae la tristeza. A veces en forma de lluvia, otras de mar que invita a los suicidas.
Una rata cruza impune hacia el otro lado. Está acostumbrada a verlas. La puerta, en tanto, sigue cerrada. Pero entonces escucha el sonido del picaporte y de inmediato lo ve moverse. Se produce el milagro, lo que tanto ansía. La madera se pliega hacia afuera y salen tres jóvenes con gorrita. Caminan muy juntos, hablando por lo bajo. Ella no los mira. Aprendió hace tiempo que es de mala educación.
- Pasá.
La voz proveniente desde la boca oscura que ha quedado con la puerta abierta la invita a expulsar un suspiro. Al fin. Vuelve a apretujar los billetes en el bolsillo, consciente de la cantidad que lleva. El dueño de la voz en tanto la conduce por un pasillo que tiene sus vericuetos. La oscuridad se ocupa de ocultarlos. No es la primera vez que los transita y sabe que tampoco será la última.
Finalmente llega a un salón amplio, donde media docena de mesas con sus respectivas sillas se disputan el lugar. Algunas están ocupadas. Una música suave suena en alguna parte. Pero ella no mira, no escucha, no siente. Solo avanza. Y cuenta el dinero, una y mil veces, sin quitarle la mano de encima.
En la pared opuesta está la barra con bebidas. A un lado, una nueva puerta, pero con rejas por delante. Cuando llega hasta allí, una mirilla se abre. Más abajo hay una puerta muy pequeña, de unos treinta centímetros de lado por veinte de alto. Es el lugar donde debe dejar el dinero y por dónde llegará lo que anhela.
Puede ver un ojo en la mirilla. Una voz dice que se apure. Ella dice lo que quiere, apresurada. Se vuelve torpe al querer aclarar la cantidad. Sabe que no había necesidad. La voz no le traería nada hasta que ella no lo indicara. No son cosas de traer y llevar.
Ahora debe aguardar, alimentar la paciencia con la sabiduría de la espera, de la...
Su celular.
Se ve sorprendida. Sabe que tendría que haberlo apagado. De reojo alcanzar a darse cuenta que la observan. No atenderlo sería sospechoso. Su respiración de agita. Se vuelve impertinente. Como su celular, que sigue sonando.
Lo atiende.
- Hola.
Ha dicho hola, su tono ha estado cargado de preocupación, al punto de no poder pronunciar bien la última letra. Tiene miedo, está triste, solo desea esos pocos gramos. Y aquella llamada está fuera de lugar.
Del otro lado escucha un motor lejano y nada más. El hombre que la acompañó hasta la puerta enrejada le pide que se corra hacia otro lugar. Se inquieta. No quiere perder el turno, ya ha entregado el dinero.
Alguien pronuncia su nombre. Alguien que no reconoce.
Duda. Quiere volver a la puerta, sin embargo afirma. Hubiese querido decir con firmeza "Si, soy Alejandra" pero en cambio le sale un simple "si". Entonces, todavía sin convicción, hace su pregunta.
- ¿Quién habla?
El hombre se vuelve a acercar a ella y le pide que se retire. Ella mueve de manera negativa su cabeza, incrédula. No quiere que la echen. No quiso recibir esa llamada, no quiso. Pero se queda sin palabras. Del otro lado escucha que alguien pronuncia un nombre. Pudo haber sido Luis, Raúl, Esteban o Diego Armando, en ese momento no le importa, la están sacando del lugar, de ese sitio donde bien sabía tenía que ingresar con el celular apagado, donde desconfían hasta de la sombra que uno lleva. Mientras la empujan para que salga, le arrojan el dinero.
No lo puede creer. De repente está juntando el dinero del piso y diciéndole, consternada al auricular del teléfono móvil, que no conoce a nadie con ese nombre, nombre que ya ha olvidado, que nunca le importó, que bien se podía ir al mismísimo carajo.
Está llegando a la puerta que da al pasillo húmedo cuando esa voz del otro lado de la línea le dice que ha sacado el número de la parte de atrás de un asiento de ómnibus.
Se paraliza. Pero dos manos enormes y fuertes la arrojan contra la puerta que en un mismo movimiento se abre y la deja a solas con sus charcos y el cielo gris y encapotado.
Alejandra escucha a sus espaldas como la puerta se cierra. Es un sonido doloroso. El mismo sonido de un trueno en medio de la montaña, o de un relámpago en plena noche, bajo la cobija de frazadas mojadas, al amparo de un árbol de plaza, como antaño, cuando era pequeña.
Solo atina a una cosa. Una catarata de insultos sale de su boca como si fuese una cámara septica llena de mierda. Deja sus últimas energías en ese grito intenso e infinito, desgarrando sus cuerdas vocales, blandiendo sus pocas armas que son las palabras contra el imbécil que le había impedido ser libre. Cae de rodillas, jadeando, fulminada por el esfuerzo. Pero aún no ha terminado. Aún tiene más que decir, solo necesita un respiro, recambiar al aire, recargar la recámara con las únicas municiones que puede concebir... y escucha el "clic".
¿Cortó?
No lo puede creer. Se mira las manos, las piernas, la vestimenta. Trata de ponerse de pie, pero resbala y cae sobre un charco. Escucha risas inexistentes burlándose de su existencia, de su vida entera. El teléfono también ha caído. Todo está cuesta abajo. La fachada se desmorona con tremenda morbosidad. Esa que trató de construir por años para esconder los años remotos, la inocencia robada, los dolores premeditados. Cada ladrillo que cae es un peldaño más que retrocede. Sabe que pronto volverá a ser aquella niña en cuerpo y alma. Viviendo con miedo, bajo las estrellas con nada más que el cobijo de un árbol.
A tientas escapa de aquel lugar. El boulevard la asalta de pronto como un león hambriento. Pero al mismo tiempo, le devuelve las fuerzas. Instintivamente tiene el celular delante de sus ojos. Allí tiene el número. Marca. Y llama.
Es de esperar, nadie atiende.
Pero insiste. Lo hará de ser necesario toda la noche, o toda la vida, daba igual.
La vida, lo que le restaba de ella, podía ser esa noche. O esa noche, podía ser el resumen de su vida.
Hoy su techo serían las estrellas. Cruzó la calle, en dirección a la plaza. Extenuada, se sentó bajo un árbol. Estaba en su hogar.