Artículo publicado en eldiariofénix.com
Vivo en una calle estrecha y sin salida. En un callejón al que antaño daban las portadas y puertas falsas de las casas de otra calle más principal. Viviendas de medianos agricultores que tenían —y aún tienen— al callejón como desahogo. En la acera de la derecha según se entra, el dueño del solar que ocupaba toda la longitud de la calle, lo vendió a una constructora que hizo casas de esas adosadas, “Little boxes” que diría Pete Seeguer, las primeras del pueblo. Fueron ocupadas por médicos y gente pudiente de entonces: industriales, comerciantes, etcétera.
Las propiedades fueron cambiando con los años y la calle se volvió poco a poco más menestral. En alguna de las anteriores crisis, hubo casas salieron a la subasta y fueron compradas por obreros con afán y entrampados hasta la cejas.
Tengo escrito que en mi pueblo nos traen el pan a la casa. El panadero viene a la puerta, furgoneta mediante, a dejarnos el blanco y necesario alimento. Cada tahona tiene uno, o varios, repartidores y en cada casa le compran el pan a “su panadero” que no tiene porque coincidir con el de las demás. Con lo que durante toda la mañana hay un trasiego constante de camionetas paneras en el callejón que avisan de su llegada tocando el claxon.
De un tiempo a esta parte, cada vez salen más hombres a coger el pan. Casi todos cuarentones y todos sin trabajo. El parado reciente, con chándal nuevo y pulcramente afeitado, sonriendo, oliendo a colonia y pagando al contado, pues aún cobra el subsidio de desempleo y su mujer tiene trabajo. Está convencido de encontrar una colocación antes de acabar con la paga del estado.
El que ya lleva varios años sin trabajo y varios meses sin subsidio, que comen porque su mujer trabaja. Van pagando el pan cada semana, o cada dos. Unos días se arregla y otros no; unos días tiene ánimo y otros no; unos días mira al suelo y otros no.
El del final, que ya no sale. Lleva muchos años parado. Su mujer también perdió el trabajo hace unos meses. Viven con los cuatrocientos euros de la ayuda. Nunca salen a por el pan, o lo hace el hijo pequeño cuando falta a la escuela. El panadero mete la ración en una bolsa y la cuelga de la manija de la puerta. Apunta en una libreta otra cifra en la interminable cuenta. Cuando pueden le dan algo a cuenta: ese día si sale alguno. El repartidor pone cruces en la libreta a cambio de euros.
Nunca les ha dicho nada, ni les ha urgido el dinero, ni les ha faltado la bolsa con el pan colgado de la puerta. Una vez que maliciosamente le pregunté el porqué de su paciencia, me respondió:
—Es que el pan es sagrado
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