El barrio donde crecí no era de gente rica. Estaba muy alejado de la avenida principal y los buses no entraban porque no lo tenían presente en su recorrido. Para llegar a mi casa había que bajarse en la parada 36, cruzar la plaza frente a la iglesia Santa Cecilia, caminar dos cuadras, doblar a la izquierda, caminar dos cuadras, cruzar la plaza del policlínico y caminar dos cuadras más. Parece fácil pero no había calles pavimentadas, ni alumbrado público en cada esquina, y menos aún vigilancia. Las calles eran pasajes y no tenían nombres sino números.
Lo bueno de los barrios alejados de los planes municipales es que se vuelven mundos aparte. En esos tiempos la pobreza no era sinónimo de inseguridad, de delito, de tráfico de drogas, como hoy se acostumbra a pensar y, muchas veces, gracias al estado espiritual del mundo, con un poco de razón. Mejor todavía, no era sinónimo de infelicidad sino de esperanza. Éramos los últimos de la lista en las prioridades de un gobierno dictatorial, los indeseados de los asesores económicos recién llegados de la Universidad de Chicago. Éramos marginales, pero nuestro mundo marginal era inofensivo. Temíamos al mes de abril que traía mil litros de lluvia, a la falta de colchas en julio, a la partida de un amigo y de su familia por cuenta de los programas de erradicación. ¿Miedo del prójimo? ¡Jamás!
Como además, en un barrio de esos casi nadie tiene plata para salir de vacaciones, no queda otra que buscar qué hacer en un radio de cuatro calles de polvo sin luz. Las vacaciones de invierno se pasan dentro de casa viendo caricaturas y ayudando a los vecinos a sacar los muebles de su casa cuando ésta se inunda. Los veranos son en la calle, jugando, jugando y jugando. En esos tiempos no había Play Station y el Atari estaba aún en el limbo de la ciencia ficción. Los carritos se hacían con cajones de maderas y rodamientos usados -obtenidos a fuerza de curiosear en las herramientas de papá, y las muñecas todavía lucían su anatomía de restos de ropa vieja con pelo de lana y ojos de botones caídos del algún abrigo.
Recuerdo una a la que nunca le puse nombre, de brocado color vino, ojos bordados en hilo amarillo, trenzas de lana negra y boca de paño lency verde manzana. Un poco punky, pero me encantaba. Incluso cuando la tela se rasgó y exhibía parte de su relleno de algodón, ocupaba un lugar especial entre mis pertenencias. Las bicicletas eran artículos de lujo y, de acuerdo a la ley infantil de la calle, estaban sujetas al control social de la propiedad: Quien tenía la suerte de recibir una de regalo en navidad, estaba obligado a compartirla, si quería seguir siendo considerado un niño o una niña deseable, un amigo, una socia de la vida, un miembro de la familia barrial, un ser humano con las ventanas de su casa en perfecto estado.
Pero ¿Qué hacer cuando los días de verano son muy largos y se agota el encanto de las muñecas, los carritos y las bicicletas prestadas? Pues se juega en comunidad, todos y a la vez. En esos tiempos más seguros y sin ciberespacio, la calle era el lugar de interacción por excelencia. Nos quedábamos hasta después de la medianoche. En un grupo de 14 niñas y niños, ideas para llenar las horas de verano no faltaban. Y como la travesura siempre acompaña la creatividad en todo think-tank infantil, variábamos los juegos introduciendo pequeños cambios que los hacían más interesantes, por no decir maliciosos.
Era el caso del Escondite o La Escondida. Todos la hemos jugado: alguien cuenta hasta 20, 50 o 100 sin mirar, generalmente apoyado contra un muro, mientras el resto se esconde y luego, quien cuenta debe salir a buscar. El primero en ser encontrado debe contar la próxima vez y el último en salir, gana el juego. Y luego se repite. La idea es que todos los jugadores sean buscadores alguna vez.
Toda creación humana admite innovaciones. Y ésta no era la excepción. Para hacerlo más emocionante añadimos dos variantes: Primero, alguno de los escondidos podía “liberar” a todos los demás de la labor de contar. Para esto debía llegar corriendo al muro burlando la vigilancia del buscador y tocarlo con la mano repetidas veces al tiempo que gritaba “¡Pin-Pin por mí y por todos mis compañeros!”.
La segunda: La figura de “Morir en Vaca” que sucedía, ni más ni menos, cuando el buscador se equivocaba al señalar a quien había encontrado. Cuando esto ocurría, el señalado debía mostrarse y decir: “No soy X, soy Y” y luego gritar “¡¡¡Murió en Vaca!!!!”. Estas dos variantes, anulaban el juego y el buscador debía volver a contar. Como sanción se le sumaban al distraído 100 números más.
No hay que decir que ambas medidas se prestaban para las más variadas y maliciosas tretas, destinadas a ganarle la mano al buscador. Un verano, tuvimos a mi vecina, la niña del caribe, todo el mes de enero contando hasta 3 mil. Nos poníamos de acuerdo para elegir quién se quedaría en silencio detrás de ella, mientras los demás hacíamos el teatro de escondernos, para que cuando terminase y anunciara el “allá voy”, el elegido aprovechara la ocasión y extendiera su brazo hacia el muro anunciando el salvador“¡Pin-Pin por mí y por todos mis compañeros!”. Y vuelta por 100 más.
Otro truco era cambiarse la ropa. En la oscuridad inofensiva de la calle, los rostros se desdibujaban, así que la habilidad para distinguir formas y colores era crucial si no querías quedarte contando hasta el 1º de marzo. En esta táctica era importante la similitud física. Las morenas y las de pelo largo cambiaban entre ellas. En ese tiempo mi mamá nos compró a mi hermano y a mí dos buzos plomos de algodón. Pantalón y chaqueta igualitos. Y como éramos de similar estatura, peso y corte de cabello estilo paje, no se podía saber si era él o yo quién se escondía como ovillo en algún jardín o imitaba las formas azarosas de un rosal.
Jugábamos con lo aparente como los magos con las leyes de lo posible. Muchas veces uno de nosotros dejaba ver un brazo, un poco de una pierna o de la cabeza. Y cuando el buscador anunciaba orgulloso que había encontrado a mi hermano, yo salía todavía con más ínfulas a decir: “¡¡¡Murió en vaca!!!”. Esa expresión justificaba la noche entera y endulzaba la ausencia de posibilidades de salir del barrio durante las vacaciones.
Con el tiempo, pulimos la performance. Salíamos de un salto, haciendo piruetas, improvisando un baile o imitando el aleteo de un pájaro. Lo mejor eran los 5 minutos de fama al día siguiente, cuando en la fila para comprar el pan los niños comentaban:“¿Supiste que ayer Érica murió en vaca?” “Siiiii, la niña del #462 la hizo morir en vaca; que fuerrrrte, tuvo que contar hasta 500”.
Esto, cuando no recurríamos a la perversa treta de hacer contar a algún miembro de la pandilla hasta mil y mientras contaba, irnos silenciosamente cada uno a su casa. Para cuando llegaba al 999, todos estábamos muy bien gracias, durmiendo o cenando, muertos de la risa pensando en la cara de sorpresa del incauto, cuando saliera a buscar y no encontrara a nadie.
¡Que condena para el buscador! Ya quedaba arreglado que esa noche jugaríamos a La Escondida y mi hermano y yo corríamos a casa a cambiarnos de ropa. A jugar a los mellizos sin serlo. Tengo que admitir que el cambio de ropa nunca vino precedido de una ducha previa. Entrábamos a casa como el viento, con los pies llenos de polvo, la cara roja de sol y el pelo lleno de ramitas. No nos importaba. La higiene en los niños es cuestión de adultos y nosotros estábamos muy ocupados para oír los alegatos de Nana Carmen que nos correteaba por la casa para meternos a la tina.
Además eran vacaciones, el cabello también descansaba de la disciplina de la peineta. No había tiempo para esas pequeñeces, nosotros teníamos una misión crucial: Los destinos de nuestros amigos descansaban en nuestras manos. Su ilusión de ser eternamente buscados y jamás buscadores dependía de nuestra habilidad para mimetizarnos el uno con el otro. Así que tragábamos rápido el té y las tostadas con palta, con un ojo en la taza y otro en Tom y Jerry, y nos lanzábamos a la negrura veraniega sin peligros como si tuviésemos propulsión a chorro. El plomo era nuestro color de batalla y nosotros no íbamos a desteñir.
Hoy, la sensación común es sentirse inseguro. La oscuridad es un monstruo insaciable y la calle el lugar más inadecuado para estar. Tememos a que nos secuestren, a que nos mientan, nos roben, nos violenten. Tememos al ser humano y sus infinitas posibilidades. Ponemos rejas para evitar los asaltos, pero también para evitar al prójimo.
La verdadera amenaza es la pérdida de confianza en la humanidad y sus posibilidades de bien, en el reemplazo de la solidaridad por alarmas y la generosidad por botones de pánico. El intercambio de valores humanos por electrodomésticos ha dejado a los niños sin calle para jugar. Tratemos, en nombre del niño que fuimos y que vive dentro de nosotros, de no hipotecarles la esperanza de encontrar el paraíso al abrir la puerta. Intentemos no “morir en vaca” con la inocencia.