Justo es reconocer que no en cualquier tipo de inmigrantes, pues nuestro salto fue con paracaídas, red y colchón de lana, pero inmigrantes al fin y al cabo, algo que para mí, que vengo también de una familia de inmigrantes, supuso recorrer los pasos de mi madre, de mis abuelos y mis tíos, y caer en las mismas contradicciones, alegrías y tristezas que sufre cualquier inmigrante.
Recuerdo a mis tíos, a mis abuelos, e incluso a amigos míos con el mismo origen que nosotros marchándose a cada oportunidad a sus pueblos, aprovechando el último minuto de vacaciones para regresar a los lugares de los que se habían largado por decisión u obligación. Generaciones completas que sólo conocieron su pueblo y su lugar de trabajo mientras veían pasar la vida a través de las ventanillas del tren de camino en una u otra dirección.
La mayoría de las personas que emigramos aprendemos muy bien a ganarnos la vida, nos especializamos en trabajar, en salir adelante, en montar negocios, ganar dinero, ahorrar, ahorrar y ahorrar para enviarlo a casa o guardarlo para el día del regreso. Nos hacemos expertos en los intríngulis económicos al tiempo que mantenemos el corazón atado al origen. Ávidos calculadores envueltos en el monotema del regreso hasta que un día alguien como mi amigo Germán te dice algo como: “hay gente que sólo sabe trabajar en Dominicana y se olvida que vive aquí”, y tenía toda la razón.
Nosotros éramos unos de ellos.
La primera vez que fuimos a su casa se nos cayó la baba. ¿Cómo podía vivir en lugar como aquel cuando todos los demás lo hacíamos en las habitaciones que el hotel destinaba al personal? Me la pago yo, me dijo. Increíble. Germán gastaba sin pensar sólo en ahorrar para enviar a casa o marcharse.
Sus palabras, y su ejemplo, nos hicieron entonces dar un giro de ciento ochenta grados en nuestra forma de ver el futuro, en nuestra manera de vernos a nosotros mismos y al país en el que habitábamos. De su mano decidimos salir a vivir fuera de los complejos hoteleros, aprendimos a gastar para vivir como en cualquier otro lugar del mundo y dejamos la habitación del hotel para irnos a vivir a un apartamento de dos habitaciones con tanta humedad que en lugar de mosquitos habían peces de colores. Allí me comí el manjar más extraordinario hasta ese momento en el país, un bocadillo de tortilla con pan con tomate y una cerveza, sentado en un sillón frente a la tele en lugar de en un restaurante de lujo del hotel rodeado de turistas o tumbado en la cama de la habitación.
Después me inició en algún negocio, me ayudó a entrar, e incluso compramos un barco a medias. Yo, un barco, un cateto con un barco (una lanchita) para salir a navegar por la costa de Bávaro. ¿Cuándo iba a imaginar algo así en toda mi vida?
Escribo todo esto porque creo que todo inmigrante debería conocer a una persona como Germán, a alguien que te recuerde lo que es vivir, que te anime a ver más allá del pago por las jornadas de doce y catorce horas de trabajo en la trastienda del paraíso. Un ejemplo de éxito que te ayude a desengancharte (casi) del síndrome del emigrante y a no vivir sólo de las ilusiones del regreso, sino a disfrutar del día a día de nuestra realidad. Algo por lo que le estoy y le estaré agradecido toda mi vida.
Hace unos meses me dijo que por qué no salíamos a rodar en bicicleta de montaña por la zona, y le hice caso, como no, para adentrarnos en una afición magnífica que desde entonces nos ha ocupado muchas horas de ocio y que nos mantiene activos y en forma.
Este fin de semana un gaditano, él, y un terrasenc, yo, del Madrid él, de la Real y del Barcelona yo, español él, independentista yo, carnívoro él, casi vegetariano yo, con pelo abundante él, calvo como una bombilla yo, apolítico él, adoctrinado yo, hemos corrido nuestra primera carrera ciclista en el país, la Epic Las Terrenas, y si bien nuestra posición en la clasificación general no nos haría merecedores de un contrato profesional para correr junto a Nairo Quintana, la satisfacción por haberla acabado juntos ha sido enorme.
No es fácil ser inmigrante, no es sencillo andar con un pie en cada lugar, con el alma dividida, con la duda de cuándo será el momento indicado para volver, con familia a banda y banda del mar, con la indefinición de no saber a dónde pertenece uno. A ser, como mis tíos cuando era niño, andaluces cuando venían a Terrassa, catalanes cuando iban a su pueblo en Córdoba y españoles cuando regresaban a su casa en Lyon. Y no, no es fácil, la verdad, pero cuando tienes la fortuna de encontrar a un amigo como Germán, la cuesta arriba no parece tan empinada.