La anciana de abajo, igual que desde hace tres días, sale a mi encuentro. Creo que debe acechar mi paso; parece ser la única del viejo inmueble que vive allí. Además de mí, claro. O por lo menos, a la única que veo. Los crujidos de la madera le sirven de alerta.
—Buenas tardes, joven. El clima está cambiando, ¿verdad?
—Buenas tardes, señora Victoria. —Quiero pasar sin darle pie a mayor comentario, pero es imposible.
—Así que usted escribe. ¿Dónde puedo comprar un libro suyo? —pregunta, mirándome con sus ojos de rata.
—Aún no he publicado nada —¿Cómo se enteraría?, me pregunto.
—¡Ah!... ¿Le conté que el piso que usted ocupa perteneció a una mujer que tuvo cinco maridos?
—Sí. Ayer, y anteayer también —respondo sin cortesía.
—Sí... ella era muy bella, se llamaba Clarisa, nunca tuvo hijos, dicen que tenía fama de mujer fatal —continúa, sin darse por aludida.
¿A qué llamaría ella mujer fatal? Caigo bajo los envolventes efluvios de la curiosidad, cediendo ante los deseos de la gente que como aquella anciana, quiere contarme algo interesante, al enterarse de que escribo. Felizmente no me narraba su vida, no lo hubiera soportado. Me gusta escribir ficción, no realidades. Tengo demasiadas.
—¿Mujer fatal? —inquiero, esperando una respuesta que satisfaga mi curiosidad.
—Sí, de aquellas que son inolvidables, de las que los hombres se enamoran y caen rendidos a sus pies, de las que son capaces de hacer cometer asesinatos por ellas... —La mujer deja descolgada la última frase, como esperando mi reacción.
—¿La que vivía arriba era ese tipo de mujer? —pregunto, ya compenetrado en la conversación.
—Sí. Por supuesto, pero... ¿No desea tomar una taza de té? Podría contarle muchas cosas de Clarisa. Y del porqué ese piso es tan difícil de arrendar.
—¿No será porque está demasiado arriba? —comento sonriendo—. Gracias, pero en otra oportunidad tal vez, ahora debo revisar unos documentos.
—No tardaremos más de unos minutos... creo que le interesará.
—Está bien. —Acepto a regañadientes.
En realidad no me interesa demasiado lo que la vieja quiera contarme, no creo en fantasmas, ni astrólogos, ni videntes. Si es que se trata de eso, como sospecho.
—Adelante, está usted en su casa. Tome asiento, por favor. —Invita ceremoniosa la vieja Victoria. Su casa es tan cursi como ella, llena de adornos hasta el tope en los estantes, la mesa de centro, la consola y casi todo. Los muebles tienen manteles tejidos a crochet en el respaldar y en los brazos.
—Gracias —respondo, mientras me siento tratando de no mover los tapetes tejidos. El piso está cubierto por una gastada alfombra, y en las paredes en lugar de cuadros hay litografías enmarcadas que parecen haber pertenecido a calendarios. La ventana está cerrada pero se escucha el ruido del tráfico, pese a su cubierta de grueso cortinaje.
—¿Le gustan las galletas de chocolate? —pregunta Victoria, mientras trae consigo una bandeja con un juego de té de porcelana blanca con paisajes azules y opacos bordes dorados. En el fondo de la bandeja, otro tapete de crochet. Una pequeña dulcera rebosante de galletas de chocolate me acelera el pulso. Son mis preferidas, qué casualidad.
—Me encantan.
—Pero dejemos esta vieja sala y pasemos a mi lugar preferido, aquí hay demasiado ruido.
Pasa delante de mí y se encamina a un pasillo, empuja la puerta con la bandeja y me invita a entrar a un pequeño salón decorado de manera muy diferente del primero, las ventanas siempre cubiertas, con gruesas cortinas de crespón rojo a los lados. Me siento en un mullido sillón del mismo tono, y observo que el piso tiene una alfombra de seda persa. La parte que no está alfombrada es de madera reluciente.
—Clarisa Morrison. Así se llamaba. Un buen día desapareció y nunca más supimos de ella. Desde entonces este edificio goza de una relativa calma, porque antes la música y las fiestas estaban a la orden del día. —Se repantiga en el sofá y entorna los ojos—, su último marido fue un pianista, era un hombre muy celoso y, claro, como ella de santa no tenía nada, creo que su romance terminó en tragedia.
—¿Cómo supone usted eso?
—Desaparecieron. Ya se lo dije —indica ella, mientras deglute una galleta.
Me quedo callado. Creo que fue un error haber aceptado el té. De pronto, observo en una de las paredes un cuadro idéntico al que tengo en mi piso.
—Ella es Clarisa —informa la vieja—. ¿Verdad que era bella?
—¿Cómo es que usted tiene un...?
—Porque lo recogí de la basura y lo mandé a enmarcar —interrumpe sin dejarme terminar—. Sé que hay uno igual, arriba. La tomó su segundo esposo, era fotógrafo. Yo aprecio la belleza, no me va a negar que luce imponente en esa pared.
Asiento con la mirada, no hace falta decir nada.
—Cuando desapareció seguía igual de hermosa —prosigue Victoria—. El tiempo fue benévolo con ella. A Clarisa le gustaba hacer sesiones de espiritismo, y no era muy devota de Dios.
—Yo no creo en nada de eso.
—Yo tampoco.
—¿Cuánto tiempo hace que desapareció?
—Hace treinta años. Así que si ella aún vive, debería tener por lo menos setenta años.
—O sea, fue retratada a los diecinueve, más o menos...
—Sí, porque la casaron a los quince, y su primer marido murió a los seis meses, dejándola bien acomodada. Era un hombre maduro con mucho dinero, creo que fue un arreglo económico que sus padres hicieron. El fotógrafo le duró vivo, seis años, fue el que la retrató. Luego vino el escritor, con quien estuvo más tiempo, pero no se llevaban muy bien porque a ella le gustaba la vida social y él era casi un ermitaño. Lo único que la ataba a él era, usted sabe, eso.
—¿Qué? —Intuyo lo que ella no desea nombrar, pero me hago el tonto.
—Dicen que él era muy bien dotado, y a ella le gustaba... usted me comprende muy bien —aclara Victoria—, pero un día le dio un infarto y salió de este edificio con los pies por delante. —La mujer cuenta con los dedos como recordando—. El cuarto marido fue un profesor universitario, se conocieron en una reunión para recoger fondos, él era un poco mayor, creo que le llevaba quince años, y cuando todos pensábamos que por fin ella había sentado cabeza, falleció transcurridos dos años. Salió una noche después de haber tomado y condujo su coche con tan mala suerte que murió incrustado en un poste. Fue un acontecimiento muy extraño.
—¿Por qué?
—Él era abstemio.
—Ah, comprendo.
—Toda la gente que se ha mudado al piso de arriba se va pronto. Dicen que el lugar es muy pesado y como se alquila amoblado, no hay forma de cambiar el ambiente.
—Dígame, señora Victoria, ¿cómo sabe usted tanto de Clarisa Morrison?
—Fui su mejor amiga y confidente. Pero ha pasado tanto tiempo que creo que ya no hay secretos que guardar —responde pensativa.
—Creo que debo retirarme, muchas gracias por las galletas, estuvieron exquisitas.
—Puede llevar unas cuantas, yo las hago a diario —dice entregándome el plato con las galletas.
—No, gracias...
—Espere. —Se aleja en dirección a la cocina y regresa con un envase plástico con tapa, lleno de galletas—. Me ofenderé si no se las lleva.
Termino de subir el último tramo de escaleras antes de quedarme sin aliento y abro la puerta con dificultad, el taper me estorba. Dejo el envase en la cocina y paseo mis ojos por la casa. Ciertamente, parece más grande que la de la vieja Victoria, debe ser porque contiene menos adornos y muebles. La persona que la decoró, si era Clarisa Morrison como decía la mujer, debió tener muy buen gusto; todo allí indicaba elegancia. Me detengo frente al retrato de Clarisa. Desde el primer día me pareció una mujer muy atractiva, y ahora que sé su historia, o parte de ella, esa sensación se acentúa. La foto es en tono sepia, pero casi puedo verla en los colores reales, adivino su abundante cabellera pese a estar recogida en un elaborado peinado alto, dejando al descubierto sus hombros redondeados. El escote del vestido cae profundo hacia delante, donde los senos se juntan, y puedo imaginarlos, lozanos y turgentes. Parecía contener una sonrisa mientras le tomaban la foto. ¿El segundo esposo, dijo Victoria?
Ya no pienso en Clarisa como la mujer desconocida del retrato, la empiezo a sentir familiar. Después de todo, estoy enterado de ciertos asuntos que van más allá de las conversaciones triviales. De modo que ella estuvo casada con un escritor. Y según la vieja, era a quien más había amado. La miro y pienso que no sería difícil enamorarse de aquella mujer, con locura. Me la imagino desnuda y el fuego del deseo empieza a quemar mis entrañas. Vivir en aquel piso tocando los objetos que fueron suyos, dormir en la misma cama con dosel donde hizo el amor infinidad de veces con distintos maridos... confiere connotaciones de aventura surrealista a mi estancia en el lugar. No puedo evitar sentir deseos de correr a verla de cuando en cuando, y ya no deseo salir del piso. Pero tengo que hacerlo, si estoy en la ciudad es porque debo hacer un recorrido varias veces postergado. Quiero que algún editor publique mi novela. La mejor novela de todos los tiempos. Aunque después de hacerles un pequeño resumen no parece despertarles mucho interés. Me pregunto, ¿cómo es posible? ¿A quién podría dejar de atraer el título: Un muerto en la nevera?
—Mi amor... quiero que nunca me dejes... —escucho junto a mi oído. Me revuelvo en la cama y siento su cuerpo tibio junto al mío, estoy desnudo y mis manos recorren su cuerpo como si conocieran de memoria cada uno de sus rincones.
—Clarisa, te amo, te amé desde el primer día... no te dejaré jamás... —susurro sobre su boca, besando los labios que me subyugaron desde que los vi.
Es la segunda semana desde que hago el amor con Clarisa. Trato de permanecer fuera del piso el menor tiempo posible. Ya no es importante si no desean publicar mi libro, o si algún editor me mira con una sonrisa demasiado comprensiva. Lo único que quiero es volver a casa y estar con Clarisa.
La gente se comporta conmigo últimamente de manera extraña, me mira como si estuviera enfermo, pero me siento mejor que nunca. Pienso que nunca fui un hombre tan feliz y tan amado. Sé que es una locura, pero estoy enamorado, y aunque sólo pueda verla y sentirla por las noches en mi cama, me conformo con eso. Hago el amor con ella dos, tres veces cada noche, y sé que ella está satisfecha, lo sé porque me lo dice constantemente. No como ni duermo, y durante el día camino como un sonámbulo. Casi por inercia termino de visitar las últimas empresas editoras de mi lista. Mi Un muerto en la nevera, reposa en espera de una aprobación o un rechazo en cada una de ellas. Pero ya no me interesa, yo sólo deseo regresar donde Clarisa, ella es como una droga, no puedo vivir sin sus besos, sin las palabras que murmura y me turban cuando hacemos el amor. Espero con ansias la noche porque sé que ella no faltará a la cita.
La vieja Victoria últimamente no sale muy seguido y lo prefiero. Sé que me atisba con sus ojos siniestros y se guarda lo que piensa. Sospecho que sabe lo que sucede allá arriba. Hoy por última vez, regreso de mi recorrido: he terminado de entregar la última copia de mi manuscrito. Estoy satisfecho porque no tendré que salir más. La vieja sale a mi encuentro y me mira con su sempiterna sonrisa.
—Señor Vincenzo —le escucho decir como si la voz proviniera de lejos— hace días que trato de hablar con usted, pero casi no le siento llegar.
—Buenas tardes señora Victoria —digo brevemente.
—La última vez que conversamos olvidé decirle algo. ¿No desea pasar a tomar el té?
—No esta vez. Muchas gracias —interrumpo casi con brusquedad. La mujer se está interponiendo en mis deseos.
—Bien, entonces se lo diré aquí. Clarisa... ¿la recuerda? ella me prometió que tendría seis maridos, y que el último jamás se separaría de ella. Creí que sería bueno que lo supiera, por si... deseaba escribir acerca de eso... —termina diciendo la vieja casi en un murmullo, dándome la espalda. Entra a su casa y cierra la puerta.
Su mirada esconde lo que sus palabras no dicen. De pronto quiero preguntarle más de mi amada Clarisa, si sigue siendo su confidente, si sabe lo que está sucediendo allá arriba, si sabe que yo... estoy loco por su amiga.
Retrocedo unos escalones y toco su puerta. Quiero saberlo todo, la vieja Victoria debía estar enterada de los pormenores de la vida íntima de Clarisa, y yo ansío que me cuente más de ella. La puerta permanece cerrada. Gasto mis flacos nudillos golpeando con fuerza; la sangre empieza a correr por mis muñecas. Pienso que me estoy volviendo loco. Qué, ¿no es ésta la casa de Victoria? ¿Dónde diablos se ha metido? Bajo hasta el sótano y busco al conserje; un viejo con un mono desgastado, casi no puedo verlo por el humo del cigarrillo que todo lo invade.
—¿Usted sabe cómo puedo hablar con la señora Victoria? —pregunto.
—¿La vieja Victoria? —repite extrañado.
—Sí. La del primer piso.
—Murió hace diez años. Su piso está desocupado desde entonces.
—¿Cómo? Pero yo... estuve allí hace unas semanas, siempre me interceptaba en la escalera, me invitó a tomar té y me dio unas galletas de chocolate...
—¿Y también le contó que en el quinto piso vivía una mujer llamada Clarisa Morrison? —pregunta el hombre con una sonrisa.
—Sí —digo, sabiéndome burlado.
—No sé que sucede con la gente. No es usted la primera persona que viene con ese cuento.
—No es un cuento, yo le juro que... —dejo de hablar. Sé que es inútil, ese hombre no sabe nada, ni nunca sabrá nada. Doy media vuelta y subo hasta el quinto piso, sé que me espera Clarisa y no faltará a la cita.
B. Miosi