Llegó al tanatorio con un impecable traje negro, con el semblante muy serio y la pena pesándole en los hombros. Saludó a todos los hombres de la familia, que se reunían en la puerta de la sala como un corro de pastores, mientras fuman un cigarro. Una vez dentro, comenzó a dar el pésame a los familiares del difunto, a sus compañeros de trabajo, a sus amigos. Todos los presentes le eran desconocidos, pero a lo mejor eso era lo que le parecía a él, porque habían pasado muchos años desde que vio por última vez al pobre Matías. Buscó a la viuda, seguramente arropada entre aquel círculo de mujeres del fondo de la sala. Decidió no importunarla, ya le presentaría sus condolencias después. Se volvió hacia el cristal que separaba a la comitiva del ataúd, dispuesto a despedirse por última vez a su amigo, y se quedó pálido al instante: definitivamente no, la señora que descansaba en aquella caja de madera de roble no era Matías.