La relación profesor/a-alumno/a es, y ha sido siempre, una relación desigual en lo que respecta al 'status humano' y al cómputo de derechos y obligaciones de una parte con respecto a la otra. Aunque afortunadamente los desequilibrios históricos se han reducido drásticamente en los últimos tiempos, aún en la actualidad, hay muchas personas que piensan que el/la docente debe gozar de una cierta superioridad (mal entendida como autoridad) para que éste/a pueda desempeñar su papel, de forma que, por ejemplo, marcar las distancias necesarias con el alumnado es requisito imprescindible para gestionar con éxito un grupo-clase. En este sentido, el profesorado ha ido viendo como, por ejemplo, van desapareciendo las tarimas de sus aulas -que, tradicionalmente, les habían colocado en un plano superior del espacio con respecto a sus alumnos/as-, y como la sociedad del siglo XXI les demanda una educación que empodere y capacite a las nuevas generaciones en lugar de moldearlas para que simplemente reproduzcan y perpetúen la cultura de los adultos.
A pesar de los avances, lo que sigue casi imperturbable con el paso de los años es la herramienta que probablemente más poder otorga al profesorado, la calificación. Cualquier alumno/a sabe que está en manos de su profesor/a el juicio numérico de su esfuerzo y de su trabajo diario, hasta el extremo que dicha calificación condiciona sus perspectivas y aspiraciones de futuro, lo que genera una desigualdad de partida ya que la situación, en ningún caso, tiene reciprocidad. Si bien es cierto que el sistema educativo obliga a los/as docentes a poner calificaciones numéricas, no es menos cierto que una parte importante del profesorado ha confundido (consciente o inconscientemente) calificación con evaluación. Evaluar es mucho más que diseñar un examen con x preguntas que han sido elegidas por el/la profesor/a a su antojo y cuyas respuestas tienen que ser aquellas que el/la docente considera que son las correctas (muchas veces condicionando incluso el camino para su resolución). Hasta tal punto es absurdo pensar que examinar es evaluar, y que superar exámenes es sinónimo de saber en una cierta materia, que basta con cambiar las preguntas de un examen, su orden, su enfoque (preguntas cerradas por abiertas, o viceversa) o su tipología (examen oral, escrito, en grupo) para que un/a mismo/a alumno/a obtenga calificaciones numéricas diferentes. Sin embargo, se mantiene este isomorfismo entre evaluación y calificación porque es más cómodo reducir la evaluación a un examen (o varios) y a una calificación final que detenerse a diseñar todo un proceso de evaluación con el que consigamos de nuestro alumnado mucho más que una bocanada de conceptos sin digerir proyectados sobre la hoja del examen.En una época como la nuestra, en la que se defiende el legítimo derecho a la igualdad de oportunidades para todos/as, propongo que como docentes establezcamos, de inicio, una relación igualitaria con nuestro alumnado, de poder a poder, sin jerarquías, un marco de convivencia en la que el respeto y la autoridad del profesor/a no tengan que venir impuestos ni estén legislados sino que sean fruto del trabajo constante y del reconocimiento de sus alumnos/as. Para ello, una de las estrategias docentes que me parecen más acertadas es desarmarnos, públicamente y desde el primer día, ante nuestros/as alumnos/as. Anunciarles que todos/as parten con un aprobado en la asignatura o materia que impartimos, y que desde ese momento no tienen que preocuparse (ni obsesionarse) por la calificación. Indicarles que, desde ese preciso instante, dejamos de ostentar sobre ellos/as el poder de condicionar con un número su aprendizaje y quien sabe si su autoestima y su ilusión por estudiar, para (por el contrario) trasladarles a ellos/as la responsabilidad de mantener o superar esa calificación con su trabajo e implicación diarios. Hacerles partícipe de las tareas, individuales y en grupo, las actitudes, los valores, los conocimientos y las habilidades que deben poner en juego y que evaluaremos de forma continua en cada uno de ellos/as para mantener ese aprobado, y aquellos otros requisitos que, siendo opcionales, pueden hacer que aumente su nivel de compromiso en la búsqueda de una calificación final mayor. Igualmente, informarles que no cumplir con determinados requisitos básicos supondrá perder lo que ya tienen, su aprobado. Cambiar nuestra posición de poder dentro del grupo-clase también implica cambiar nuestros métodos de evaluación. Debemos poner en marcha instrumentos de evaluación variados, que busquen valorar cada uno de los talentos y habilidades de todos/as nuestros/as alumnos/as, incluso personalizando los criterios a un nivel individual. Tendremos que ser capaces de evaluar la constancia, el esfuerzo, el espíritu de superación, la creatividad, la originalidad, el trabajo en equipo, la solidaridad, la capacidad de defender ideas, de negociarlas, la eficiencia y la eficacia, el uso responsable y sostenible de recursos, y un sinfín de variables que, conforme vayamos estableciendo en nuestra hoja de evaluación nos hará darnos cuenta que resumir en un sólo número, insensible y estéril, todo el trabajo y el aprendizaje de nuestros/as alumnos/as no sólo es una tarea compleja, sino también que hacerlo a la ligera es un acto de injusticia y, quizás, un abuso de poder. Hacer realidad la igualdad de oportunidades en las aulas pasa porque los docentes, los principales referentes en la escuela, utilicemos criterios y métodos de evaluación más justos e igualitarios.
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