Hace tiempo que el pote se fue al carajo. Al parecer, por discrepancias en asuntos políticos, por una trifulca entre isabelinos y carlistas que iban a comer ese pote y acabaron a garrotazo limpio, sin alimento y túmidos además. Es así la especie humana, somos así los supervivientes de los homínidos: también en bodas y bautizos suele empezar bien la celebración, con saludos y abrazos, y no siempre finaliza de igual modo por culpa de una discusión cualquiera que, con el fulminante adecuado, generalmente etílico, deviene en agresiones múltiples. Un misterio lo de esa supervivencia nuestra hasta el presente.
Un misterio si solo nos fijamos en lo negativo del animal racional que somos, si solo anotamos los defectos que nos convierten, de cuando en cuando, en el más irracional de los animales; ahí, de nuevo, el hombre y la mujer que destruyen en nombre de una simple idea, una idea que poco después ya se nos antoja un despropósito, por lo que destruimos nuevamente.
Pero yo, en el valle de Santa Bárbara, desde este mirador casi anexo a la iglesia parroquial, ante mí, ahí abajo, el prado de la fiesta (a la derecha, más allá del puente sobre el río, no quiero mirar: más allá del puente sobre el río, a la derecha, está el cementerio, muy cerca del jolgorio anual), mientras suena la música de la orquesta y baila la gente, anoto también la buena salud de lo que observo, danzas, caricias, el deseo renovado de las personas de amar a destajo mientras se divierten. Y el amor siempre redime.
Sí, hace tiempo que el pote se fue al carajo; es innegable que destruimos, encumbrados en lo más cimero de una idea o aupados en las pendencias atizadas por el alcohol y otros detonantes, pero de ese pote antaño arruinado hemos sido capaces de construir este pote actual, estos festejos de El Pote, esta diversión amorosa.
Hasta aquí hemos llegado por construcciones semejantes.
Y por fin miro hacia la derecha, hacia el puente sobre el río: Venga, venid también vosotros a la fiesta, que aquí cabemos todos, bien cebados o en los puros huesos.
UN AÑO DESPUÉS:
Ha pasado un año (¿Ya? ¿Un año entero? ¡Cómo iba a pasar un año entero ya!) y aquí tenemos de nuevo las fiestas de El Pote, este jolgorio ancestral que despierta a las aldeas cada vez más dormidas de los alrededores con dinamitas volantes, con música de orquestas, con vidas bullentes.
Sí, ha pasado ya un año entero, mes a mes (únicamente son doce, no acaba de entrarnos en la cabeza), y ahí tenemos otra vez a ese hombre, delante de la casa donde nació, asomado al varganal que linda con la iglesia. Ese hombre del varganal no mira ahora hacia el prado de la fiesta, hacia abajo, sino que algo busca con la mirada, o eso parece, por los castañares del monte ceñido por el río (es un riachuelo en realidad, pero que esas aguas no se enteren de lo que realmente son por nosotros, ya lo averiguarán ellas mismas cuando se ahoguen en el Nalón). ¿Qué buscará ese hombre del varganal entre los castaños? ¿Castilletes? ¿Funiculares? ¿Las vías del tren eléctrico? ¿Por qué se empeña en recordar? ¿Por qué está ahí, así, solo, y no aquí abajo, con nosotros? Desde luego, hay gente que no sabe bullir. Algo les falla en la maquinaria del cerebro, como a los locos, y no hay modo de que se diviertan, o quizá se divierten así, solos, como ese hombre que ahora sí nos mira, mirad, ¿lo veis?
Hace un año, o sea, doce meses (acaso nos despista la medida de los años por días, una cifra mucho mayor: trescientos sesenta y cinco suena mejor, ya lo creo que sí), ese hombre del varganal invitaba en silencio a participar en la fiesta tanto a los bien cebados como a los otros, a los que estaban (y están) en los puros huesos, entre estos últimos incluidos, suponemos, a los que cenizas eran (y son). A nosotros, a los bien cebados a pesar de la crisis económica monumental, sí nos verá. Pero no creemos que, por mucho que busque, vea a los otros, a los que tanto adelgazaron por culpa de nuestra naturaleza perecedera, un enflaquecimiento brutal que ya se anuncia, aunque no tan acusado, cuando el paciente abandona el hospital después de una estancia prolongada en alguna de esas ciudades del dolor, como a los sanatorios llamó un poeta, que nosotros no damos para tanto. Pero tontos no somos y ya advertimos las querencias de ese hombre del varganal, la madre que lo parió; ni se divierte él ni nos deja divertirnos a nosotros, hoy, ahora que podemos. Porque ya sembró la cizaña y, la verdad, a nosotros, a unos cuantos, ya nos apetece menos bailar. ¿Quién conserva plenas las ganas de bailar sabiendo que los muertos de ahí cerca están bailando (invisibles para los ojos normales, la discusión sobre el asunto de lo que ven o no ven los ojos de la memoria nos robaría parte de este tiempo precioso) entre nosotros? A ver, quién.
Algo habrá que hacer con ese hombre del varganal, hablar con él o con los organizadores de la fiesta o qué sé yo. Pero que se quite de ahí cuanto antes o tendremos que beber vino o sidra, lo que sea, para bailar de nuevo con ganas; beber hasta que no nos importe si bailamos con bien cebados o sin cebar.