Revista Literatura

El precio del amor

Publicado el 12 abril 2014 por Carolinasoledad

El dueño de una joyería estaba tras el mostrador, mirando la calle distraídamente. Una niñita se aproximó al negocio y apretó la naricita contra el vidrio de la vitrina. Sus ojos color de cielo brillaban cuando vio un determinado objeto. 

Entró en el negocio y pidió ver el collar de turquesa azul. «Es para mi hermana. ¿Puede hacerme un paquete bien bonito?» —dijo ella. 

El dueño del negocio miró desconfiado a la niñita y le preguntó: «¿Cuánto dinero tienes?». 

Sin dudar, sacó del bolsillo de su ropa un pañuelo todo atadito y fue deshaciendo los nudos. Los colocó sobre el mostrador y dijo feliz: «¿Esto alcanza?». 

Eran apenas algunas monedas las que exhibía orgullosa. «¿Sabe?, quiero dar este regalo a mi hermana mayor. Desde que murió nuestra madre, ella cuida de nosotros y no tiene tiempo para ella. Es su cumpleaños y estoy segura que quedará feliz con el collar que es del color de sus ojos». 

El joyero, emocionado, fue a la trastienda, colocó el collar en un estuche, lo envolvió con un vistoso papel rojo e hizo un trabajado lazo con una cinta verde. «Toma, —dijo a la niña—. Llévalo con cuidado». 

Ella salió feliz, corriendo y saltando calle abajo. Aún no acababa el día, cuando una linda joven entró en el negocio. Colocó sobre el mostrador el ya conocido envoltorio deshecho e indagó: «¿Este collar fue comprado aquí? ¿Cuánto costó?». 

Señorita, —dijo el dueño del negocio— el precio final de cualquier producto de mi tienda es siempre un asunto confidencial entre el vendedor y el cliente». 

La joven replicó: «Mi hermanita tenía solamente algunas monedas. El collar es verdadero, ¿no? Ella no tenía dinero para pagarlo». 

El hombre tomó el estuche, rehizo el envoltorio con extremo cariño, colocó la cinta, lo devolvió a la joven y le dijo: «Ella pagó el precio más alto que cualquier persona puede pagar: ella dio todo lo que tenía». 

El silencio llenó la pequeña tienda y dos lágrimas rodaron por la faz emocionada de la joven en cuanto sus manos volvieron a tomar el pequeño envoltorio.


Alberto Camargo Zanabria


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