De todos los tipos de amor, el primero es el más especial. No porque sea más intenso ni más importante, no. Cuando amas por primera vez, es cuando lo das todo de ti. La persona lo recibe todo. Estás completo, y lo demuestras. Es por la inocencia de pensar que va a ser para siempre.
Pase lo que pase, una parte de ti se quedará con el primero al que amaste, y ninguno de los que vengan después podrá tener esa pieza que te falta. Esa pieza lleva la amistad, la confianza, el miedo a perderlo, el esfuerzo, el intentarlo todo, el error, un beso que nunca olvidarás, un momento bajo las estrellas que en la vida va a volver. Lleva consigo la juventud y la amargura y fastidio de todas tus esperanzas rotas en pedacitos, pisoteadas por aquella persona que siempre querrás, al fin y al cabo. Era la idea errónea que tenías del amor, de lo que podía llegar a pasar pero nunca pasó. La inocencia que te pasó factura, porque desde pequeños crecemos con la idea del príncipe y la princesa, ese empalagoso romanticismo de película. Creer que es posible. Un final feliz: y vivieron felices para siempre, siempre jamás, hasta el último de los días. ¿Pero quién advierte a la princesa de que hay letra pequeña? ¿De que el príncipe no cree en finales felices, sino sólo en finales? Quién le dirá que nada existe, que todo son ilusiones. Nadie, no se atreven a empañar los ojos de la dueña de un corazón tan frágil. Lo que no saben es que, el frío tiempo dejará su marca helada sobre los corazones, endureciéndolos, agrietándolos, pero nunca nunca jamás se romperán.
Lo único que te queda es esperar, que pase la vida y que traiga un momento en que recuerdes a aquel primer amor con una sonrisa, melancólica, sí, pero sonrisa de todas formas. Darte cuenta entonces de que sólo quedan esbozos, imágenes tardías y borrosas de lo que una vez fue todo. Un recuerdo más. Un simple recuerdo más.
Que príncipe es un término sobrevalorado. Hay muchos lobos debajo de la capa azul.