Revista Literatura

El pueblo

Publicado el 16 junio 2010 por Lphant

(c) Marylin Manson

Puede que me resigne a vivir como lo hago. Tal vez no tenga alternativa.

Siempre hablo de lo que deseo y de lo que me gustaría, pero nunca me paro a pensar en lo que jamás haría y me da miedo. Y es que no sabemos de lo que somos capaces. Es peligroso jugar con fuego, y más si es un fuego que viene de dentro, forjado con emociones que luego derriten nuestros sentimientos.
Puede que sea cierto que no tiene sentido nada.
Tal vez mis palabras estén vacías, como yo por dentro. Como tú. Como ella.

Estaba detenido por agredir a un par de policías, sentado sobre un mugriento pescante de madera frente a un despojo humano que yacía en el suelo, debatiéndose entre los sueños y la realidad.
Me incorporé y me acerqué al metal que comunicaba con el exterior.
-¡Maldita sea! ¡Déjenme hablar con ella al menos! -decía al tiempo que mis nudillos golpeaban los barrotes.
La comisaría era un cuchitril abarrotado de informes y carpetas marrones, de un color que aburría. Hacía un calor sofocante y muy seco, propio de los desiertos más áridos, y quizá por eso, tuve tanta sed de repente.
Las cosas se habían complicado, y yo no pude controlar la situación:

Tras abandonar la casa continuamos andando, al menos una hora, en dirección opuesta a la playa hasta que alcanzamos el pueblo al que apuntaban las señales del camino. Más que un pueblo aquello era un cementerio de adobe y tejas.
En primer lugar, decidimos llenar el estómago ¡que buena falta nos hacía! y nos fuimos a la más cercana, y única, posada del lugar. Llamamos tres veces y nadie respondió. Era extraño, porque debía ser media mañana y el pueblo entero parecía estar dormido.
Dejamos de lado aquel edificio y nos encaminamos hacia la plaza, en busca de otro ser humano y de una comisaría. El sol daba de lleno en el centro de aquella plaza redonda y deslumbraba a la vista el suelo. Estaba desierta. No había niños rompiendo el silencio del lugar, ni tampoco viejecitos aprovechando los rayos del sol para calmar sus huesos. Se echaba de menos el bullicio de un mercado y de las tiendas.
Tal vez había ocurrido algo allí.
Atravesamos entonces la plaza y llegamos a una explanada que desbordaba en dos sendas hileras de casuchas de adobe encaladas y rojizos tejados. El final del pueblo podía verse desde allí, pues quedaba arropado por un bosquejo atípicamente exuberante, que nada tenía que ver con la aridez de aquella población.
-¿Dónde está todo el mundo? -cogí su mano y nos dirigimos a la sombra de un manzano, hacia la plaza de nuevo.
-Es muy extraño. No tiene pinta de ser un pueblo abandonado. Parece como sí… no sé, ¿hubiesen huido?
-De nosotros, tal vez -contesté en un tono preocupado- ¿Pero qué vamos a hacer entonces? No podemos volver a la ciudad sin coche y el teléfono hace mucho que dejó de dar señal por culpa de estas montañas. Estamos en medio de nada y sólos.
-¡Pero tiene que haber una explicación lógica para que todo esté desierto! ¡No pueden haberse esfumado sin más! Y ¿qué motivos tendrían para huir de nosotros? -ella usó una mueca extraña para tratar de transmitirme lo que pudiera ser tranquilidad, pero acabó mirando la plaza.
El nerviosismo volvía a apoderarse de mi cuerpo.
Sentía una necesidad imperiosa de alcanzar algo con lo que pudiera defenderme, era un ser realmente paranoico a veces.
Ya había experimentado aquella sensación cuando era niño. Y la noche anterior.
Un frío intenso fuera. Un gran calor en mi interior.
Agarré fuertemente su muñeca sin darme cuenta pues. aquel pueblo, y aquella situación me recordaba mi vida pasada, mis tardes angustiosas huyendo hacia ninguna parte de aquellas personas, los mismos que ahora me habían atraído hasta aquel pueblo.
En esta ocasión volví a escudriñar entre las ventanas los mismos rostros blancos, deformados y pálidos que me torturaron el alma durante toda mi infancia. Que ningún adulto aceptaba.
-No existen, no existen, no existen – cerré mi puño izquierdo fuertemente y me tiré al suelo gritando – ¡Fuera de aquí! ¡¡FUERA!!
Ella se quedo parada mirándome fijamente.
¿A caso estaba asustada? ¿Por primera vez tenía miedo?
Comencé a sangrar por la nariz y me aprisionaba el cerebro el cráneo. Necesitaba explotar. Solté un grito lánguido que retumbó en toda aquella estancia vacía.

Tumbado frente al cegador sol comencé a blasfemar sobre Dios y sobre aquel pueblo y los seres pálidos.
De pronto, todos aquellos rostros estaban en círculo sobre mí, sobre nosotros.
El perro ladraba.
Ella seguía mirándome fijamente, perpleja. Hipnotizada.
-¡Corre!
No se movió.
Sólo recuerdo que me levanté con las únicas fuerzas que conservaba y que acto seguido me abalancé sobre aquella masa de gente deforme y extraña.

Un dolor intenso, seguido de una humedad viscosa. Me desmayé.

 


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