254 El pueblo
Con tristeza comienza su destino. Soy yo, estoy aquí. Como un incansable cúmulo de sucesos, como algo incontrolable. Sin causa conocida, sin necesidad de remedio. En conocimiento de su ser.
Y mientras… ¿qué hacer?, ¿qué pensar?, ¿qué…?. Nada, así es y así hay que vivir.
Realmente, por su tamaño el pueblo tuvo que ser importante. Lo fue mientras que los comerciantes y viajeros pasaban de Andalucía a Castilla La Mancha y al revés por Cazorla. Grandes casas derruidas constatan la existencia de poderosos terratenientes idos a menos. Se ven hechas particiones, seguramente por los herederos, las grandes mansiones de entonces. Muros de roca y arcilla rojiza, aquí y allá chorreones del adobe que aún queda. Pareciera que todavía se oyeran los carros por las calles medio empedradas; las gentes en el mercado, comentando variados temas e inmersos en el trueque con los comerciantes, gente del campo que tras volver del huerto vende sus cosechas. Antes, todavía más temprano vuelven los agricultores, que han aprovechado el fresco de la madrugada para trabajar y regresan a sus casas al comenzar el calor. Allí, sus mujeres les tienen preparadas las comidas, gran parte de ellas formadas por carne que en grandes cantidades consumen.
Carne, quizás de la última matanza y que se guarda en orzas. Éstas, lógicamente muy bien selladas para que los niños, siempre hambrientos, no se coman lo que contienen. Es posible también que de postre coman melón de los que guardaron el verano pasado. Pero eso será siempre y cuando se celebre algo, o los domingos. Lo más seguro es que con el cocido bien repleto de cocino, el pan y el vaso de vino tinto hayan comido.
Y con solo una hora aquí me vienen todos estos recuerdos, que yo algún día escuché en parte de su boca y en parte de la de muchos otros de los ancianos que los vivieron. Cuando doy con la vista un rodeo al salón, me parece estar usurpando restos de vida del que fue el protagonista.
Silencio o murmullo me acompañan como también lo hace el crepitar de la chimenea. Rostros pensativos me rodean; imagino lo que piensan. De tiempo en tiempo un suspiro, a veces una tos. Si esperarlo aparecen caras por la puerta, mudo saludo y continúan pasillo adelante, como fugaces apariciones. A veces pequeñas ancianas vestidas de negro y que me llevan a la memoria visiones de siglos atrás, de un país tétricamente religioso.
Los sigo con la vista hasta que los pierdo en la puerta otra vez, y al momento saludos y condolencias. Han llegado hasta él, pobre testimonio de lo que fue, simple símbolo al que sus allegados veneran. Queda mucha noche, queda mucho que pensar y recordar.
De repente, me invaden los relatos de felices tardes de verano con niños jugando por todas partes. La pobreza forma parte de la vida cotidiana, y la imaginación se ve en la obligación de camuflarla. Conocidos juegos que no necesitan más que de la creación y el campo.
Riachuelos, piedras, plantas… todo esto forma parte del escenario de los juegos del pueblo, donde los padres en raras ocasiones se pueden permitir el comprar un balón a su hijo. Donde pueden darse por dichoso el que tenga una bicicleta y en su caso, la que tenga una muñeca.
El pueblo se podría decir que se divide en dos zonas: una que es la parte baja, cuyos niños van a jugar por el río que corre hacia la vega; la otra parte es la alta y esos niños juegan por el monte y unas eras que hay por aquella ladera.
Normalmente no suelen juntarse, menos cuando se juegan partidos de fútbol que se hacen en una de aquellas explanadas empedradas. Allí se reúnen muchos niños de todo el pueblo, y con un balón hecho de trapo se pasan muchas tardes.
Otro de los casos por los que se juntan es para las guerras. Cada uno es un bando, y sus mejores armas son las piedras. Así, como el suponer, siempre acaba alguien malherido.
También en verano pero a finales de agosto es cuando, tras la recolección de los cereales, deben ir a las eras aunque para trabajar. Aventan el grano, lo lanzan al aire para que caiga separado de la paja. Pero claro, esto sin viento no se puede hacer, así que muchas noches las tienen que pasar durmiendo allí, a fin de que cuando lleguen rachas de viento puedan hacer el trabajo. Esto da lugar a situaciones muy bonitas en las que recuerdan e incluso inventan cuentos bajo un cielo plagado de estrellas y si hace frío, alrededor de una hoguera.
Muchas veces por los objetos de la gente, puedes llegar a saber montones de cosas sobre su personalidad. Sus gustos y preferencias se encuentran así representados muy claramente. Viendo las paredes de la estancia cargadas de cuadros con fotos, algún que otro recuerdo y alguna que otra pintura, me doy cuenta de lo poco que conocí en vida a este familiar.
Cierto que es familiar lejano, pero familiar al fin y al cabo. Sobre la repisa de la chimenea, miniaturas de almireces típicamente manchegos. Hechos de una aleación de cobre y bronce, y siempre relucientes. Es curioso también el poco apego hacia lo de antes que demuestra mucha gente mayor. Las cosas que antes encontraba uno en una casa de esta zona, han dado paso a la multitud de figuritas, cortinas e incluso muebles lo más diferentes posible a lo ya conocido. Es como si hubieran ido buscando y recogiendo lo más brillante que hubieran encontrado, así como los muebles hechos de los materiales más diferentes a la madera.
Para nuestros ojos era una vida muy romántica, lo que, sin embargo, quizás no veamos sea la dureza que esta vida conlleva. Una vida en que no te podías quejar por el horario de trabajo, ni por los dos kilos que había engordado el verano pasado; tampoco te podías quejar de los atascos en la carretera de la costa en época de vacaciones.
No podías quejarte de nada de esto sino a Dios, ya que, sino trabajabas no tendrías para comer, y a veces, ni aún así. No podías engordar porque la comida no era precisamente muy abundante y tampoco de los atascos ya que, ni tenías coche, ni dinero para vacaciones.
Orientando mi visión de este modo ya no me extraña nada que hubiera tendido a lo nuevo. Yo en su lugar, como en el de todos los que hasta ahora hubieran tenido que aguantar esa vida, supongo que habría querido en lo posible borrar los malos recuerdos de mi memoria.
Todo no, claro está, porque según me cuentan a mí, también añoran muchas de las cosas que antes tenían. Me comentaba muchas veces lo buenas que estaban algunas comidas de antes. Mil veces habría oído de su boca lo bueno que le supo un caldo de patatas un día que volvía a trabajar.
Según él, era lo mejor que en toda su vida había comido. Pero claro, al final siempre llegaba a la misma conclusión: “Con hambre todo sabe a gloria”.
Hay un reloj en el pasillo. Cada hora suena un ligero timbre que me ayuda a contabilizar el tiempo. Estamos en plena madrugada, y sigue llegando gente. Dan el pésame a la familia: tienen que cumplir.
En los pueblos sobretodo, y en este en concreto, son muy importantes esas cuestiones. Supongo que aún predomina una mentalidad muy cerrada. Todo el mundo se conoce y se tiene muy en cuenta la vida de los demás. En este contexto aparecen numerosas disputas entre familias y vecinos, riñas que duran de generación en generación. En cierto modo creo que se hereda, algo así como que va acompañando al apellido.
Este era un rasgo muy característico. Más bien me parece que sería algo así como la prensa amarilla de la época. En el momento en que algo se saliera de lo normal, una chispa caía en el reguero de pólvora y al día siguiente todo el mundo lo sabía.
Indudable es que la versión de los primeros distaba en gran medida de la de los últimos. Era una manera de mantener entretenida a la gente, y que posiblemente todavía se sigue haciendo en muchos sitios.
A estas horas tengo que levantarme ya para dar un paseo. El entumecimiento hace acto de presencia en mis piernas que sufren de un ligero cosquilleo que poco a poco va desapareciendo. El pasillo se presenta vacío pero, sin embargo, en uno y otro extremo aparecen las habitaciones iluminadas. Avanzando en dirección contraria al difunto, me dirijo a una especie de vestíbulo de donde cada vez voy oyendo más voces. Familiares y amigos lanzan recuerdos al aire, o simplemente intentar distraer su mente con banales conversaciones. Un ligero cambio en mi rostro cumple la función de saludo que ellos reciben perfectamente.
Sigo mi camino hasta la puerta de la calle donde también encuentro gente, pero estos formando como una especie de círculo mágico a modo de ritual pagano. Una tenue luz de antigua farola, consistente en una chapa a modo de tejado y una pequeña bombilla, nos ilumina. Con paso lento y cansado me incorporo al grupo, cuyas caras reflejan sus estados de ánimo. En unos la frialdad de la personalidad firme, en otros descomposición por la pérdida; en unos cansancio, en otros simplemente disgusto. Trajes oscuros que enlutan prominentes barrigas.
La ignorancia arremete contra nosotros de una forma brutal. No nos deja tener seguridad en nuestras convicciones puesto que estas no son bien fundadas. En la prehistoria el hombre se encuentra solo y desamparado en la naturaleza, pero no es sino hasta pocos años atrás cuando empieza a conocer algo. Prácticamente su único sostén ha sido la religión que al menos le ha dado respuestas a sus preguntas, si bien estas no daban pruebas. Se trataba de mantener como seguras y reales unas teorías en las que no se podía tener mas que una fe ciega. A pesar de esto, el hombre se ha ido creyendo lo que su religión le decía y así ha conseguido llegar hasta aquí. Su curiosidad le llevaba a buscar soluciones a problemas y su desazón lo curaba en un primer momento con el animismo y ya posteriormente con las religiones.
Clara estaba su finalidad y presuntamente con la llegada, sobretodo del conocimiento científico, habría debido de ir dejando paso a una realidad probada. Pero, sin embargo, fue tanto el poder que llegó a generarse que aún cuando iba dejando de ser necesaria, la religión imponía su "razón". Así ha sido como se ha dado lugar a un régimen tan cerrado y religioso en los últimos tiempos y ya en nuestro país sólo dejado aparte con la muerte de Franco.
Pero a pesar de todo, la gente mayor no es fácil de cambiar. Cuando una persona se forma una realidad concreta y se siente segura en ella, no hace lógicamente ningún esfuerzo en cambiarla. Simplemente, y como se ve en el pueblo, la gente sigue con su anticuada mentalidad, a la espera de un dios que los castigue, de un dios que les perdone los pecados, de un dios que les espere en el cielo; en fin, de un dios en el que basar sus vidas y por el que hacer o dejar de hacer ciertas cosas.
Los minutos pasan, pero con parsimonia y lentitud. Mi ánimo como el del resto de la gente que está aquí se mantiene resignado al efecto, a la espera del paso de los segundos y las horas. Tras las buenas noches penetro en la casa al arbitrio de un azar caprichoso que guía mis pasos. Sin darme cuenta me encamino en dirección al dormitorio que se ve un poco iluminado al fondo de pasillo. Me voy acercando cada vez más, como levitando a un palmo del suelo. La puerta del salón queda a mi derecha, y yo, como tantos otros, saludo y desaparezco. La luz cada vez me alumbra más y entre susurro y susurro se distingue un sollozo, si bien en absoluto elevado, si perceptible y continuado. A no más de cuatro pasos de la puerta algo me frena. Un gran peso se cierne sobre mi cuerpo y pareciera que me hace poner los pies en el suelo.
La vida es extraña e injusta. Vives todo lo que puedes, intentando disfrutar al máximo y muchos intentando tener el máximo. La verdad es que envidio a los creyentes en dios. Los envidio por el hecho de que ellos posiblemente morirán con la esperanza de ir a un lugar mejor y yo, sin embargo, lo más posible es que muera seguro de desaparecer para siempre. Aquí quedará lo que yo haya hecho, y de algún modo formará parte de mí. Pero he aquí mi mayor pesar: dejar de sentir. Cuando vives sientes. Puedes sentir infinita variedad de cosas, unas buenas, otras malas. Pero cuando sientes significa que estás vivo, de algún modo tienes consciencia de que eres algo. Al morir dejas de sentir. Desapareces total e irreversiblemente. Es triste, pero así es. Adiós a todo, no tendrás siguiera consciencia de que te has muerto. La nada. Es por eso que tengo envidia a los creyentes, al menos les queda un consuelo.
Con paso quebrado logro llegar a la puerta. No es necesario girar el pomo puesto que está entornada. Voy abriéndola un poco más y por el quicio logro ver a gente formando un círculo de sillas donde están sentados. Se supone que descansan. Una cálida luz alumbra sus rostros y sus ojos se mantienen fijos. Unos miran al frente y otros al suelo, pero todos sumidos en sus quedos pensamientos. Decidido a entrar, abro un poco más la puerta y así mi visión se amplía dejándome verle. No es más que una sombra de lo que fue. La cara, a pesar de haber sido maquillada tiene una palidez que junto con sus ojeras dan un extraño temor. Los músculos sin vida que los tense quedan un poco deformados y apenas dejan reconocer la que había sido su cara. De pronto tengo la sensación de que aquello no ha podido pasar, es un sueño y aquella es otra persona. Pero la cruda realidad siempre regresa y con ella el dolor.
Autor | Gamusino