Revista Literatura

El puente

Publicado el 21 agosto 2020 por Rogger

Corrió media cuadra para alcanzar el autobús y lo logró. Desde arriba, me compadecí de ella. Pantalón violeta, blusa rosada, zapatos de taco, cartera negra y notoria premura. A esa hora, el paradero era un infierno. Más allá ya no había otro, hasta cruzar el extenso puente y todavía tres cuadras más abajo, en el Rímac. Ya dentro, comenzó a avanzar en medio del gentío, hasta que nuestras miradas se cruzaron como dos sables, pese a los vaivenes del bruto autobús.
No exagero, era la mujer más bella que he visto en mi vida. Aún hasta hoy, después de haber andado países y continentes y ver extrema belleza y garbo, para mí no hubo ni hay mujer que pueda comparar con Dana, bella entre las bellas. ¿Yo? No era el prototipo de príncipe azul. En aquél entonces estaba más preocupado por encontrar un lenguaje propio y convencido de que podía vivir en un mundo hostil para un escribidor, además anarquista. Por las mañanas vendía planes de sepelio para ganarme el pan y de cuatro a seis asistía al taller de poesía que dictaban en La Casona. Mi escuálida economía no me permitía lujos. Por eso dudé mucho en acercarme a Dana en el autobús. Involucrarme con una mujer no cabía en mi presupuesto. Mientras nos mirábamos sin tregua, yo rezaba para que se bajara pronto, en este paradero, en el próximo, en el siguiente. Y cada vez que el carro volvía a andar con su mirada en mis ojos, volvía a contar con el tacto las monedas que tenía en el bolsillo. Pagarle el pasaje significaría quedarme sin un cobre para mañana.
El autobús se fue quedando vacío pero igual, no nos sentamos. Seguimos mirándonos, ahora de muy cerca. A veces ella sonreía, a veces yo pero, aunque ruborizados, insistíamos. Ninguno estaba dispuesto a abandonar la contienda. Así llegamos al último paradero.
—¿Me permites pagar tu pasaje?
—No, gracias…
—Por favor…
Nos fuimos caminando. Hablamos de su vida difícil, de diosa venida a menos. Trabajaba como secretaria y asistenta en la joyería de su tío. Había perdido a sus padres y hermano en un accidente de automóvil y no tenía cuándo ver luz al final del túnel. Vivía con esos mismos tíos, tres calles más arriba de mi casa.
Nervioso e inseguro, yo me limitaba a mirar el camino, sus pisadas, sus zapatos negros, parte de sus piernas envueltas en aquél pantalón de tono violeta que ha teñido mi memoria. También iba mirando nuestras sombras, que por efecto de las luces de los postes se fundían en una sola, se alargaban, apartaban y volvían a fundirse. Cuando cruzamos la avenida, me apuré por invitarla a tomar un café, mañana a las siete. Aceptó, pero propuso que mejor a las seis y media, para ganar media hora. Cuando aún no me reponía de esta última sorpresa, llegamos a su casa. Me dio las gracias por haberle pagado el pasaje y entró. Yo me fui pleno de algarabía y aterrado por la magnitud del desafío.
Las siguientes tres semanas trabajé muy duro para poder pagar los cafés, cines, helados y pasajes de ambos. Pero era feliz. Despertaba, trabajaba, caminaba, almorzaba, siempre feliz. No tenía dinero, pero había recuperado el optimismo, la esperanza. Parecía que por fin iba a poder superar la peor etapa de mis cortos veinte años. Desde que Dana llegó a mi vida, todo volvió a cobrar sentido.
Una tarde, no pude ir a esperarla al paradero. Como nunca, no vender nada me empujó a un feroz remolino del que no pude salir. No cobré comisión. A las seis y media llegué al paradero. Dana no estaba. La esperé, hasta crucé el peligroso puente imaginando que me había ido a buscar al otro lado. Regresé. Seguí esperándola, hasta que dieron las nueve.
Al día siguiente era su cumpleaños. Esa mañana del dos de febrero, quizá debido a la presión de la urgencia, tampoco logré vender. Me armé de valor y pedí un adelanto, que mi jefe groseramente denegó: este es un negocio —dijo— no la beneficencia.
Llegué casi a las once de la noche a casa de su tía, con unas flores que había ido arrancando a lo largo de mi caminata. Abrió una señora en pijama, probablemente su tía. Sudoroso, desarrapado, le pregunté por Dana mientras le mostraba mis flores. Hizo una mueca de desprecio y cerró la puerta sin decirme palabra.
Al día siguiente no fui a trabajar. Me agazapé tras su esquina, la busqué en la joyería, la esperé en el paradero. Nada. Y así cada noche, durante un año, en ese y todos los paraderos de la Avenida Tacna. Empecé a creer que no era real, pero ¿cuál de mis realidades estaría en cuestión, con o sin Dana?
Seis de siete noches sueño que Dana y yo cruzamos el puente. Que drogadictos y criminales nos miran, nos acorralan, nos atacan. A veces nos matan, otras despierto antes.
Fragmento extraído del libro: Y ENTONCES Derechos Reservados © 2020 de Rogger Alzamora Quijano

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