El pintoresco cuadro era completado por el loco que hablaba con el mar. Recorría las dársenas con pasos torpes, alertando tormentas, dando la ubicación exacta de los bancos de anchoítas, avisando la llegada de los pescadores o cualquier otra información que, según él, el mar creyera que era importante brindar. Después de repartir los mensajes con voz baja y un tono uniforme que no conocía de puntos y comas, se sentaba en las piedras de la escollera norte con los ojos cerrados y permanecía ahí durante horas.
La coincidencia de los presagios marinos con los datos suministrados por el servicio meteorológico o las empresas pesqueras hacía que nadie tomara en serio al loco.
Sería octubre, porque el sol calentaba bastante, cuando lo vimos discutir a los gritos con uno de los pescadores del Carmelita. Era raro, porque nunca molestaba a nadie, pero parecía dispuesto a irse a las manos y todo. Las ganas de ver un poco de acción nos hizo correr hasta donde estaban. Por lo que entendimos, no quería que salieran. Lo corrieron a los empujones, pusieron en marcha los motores y se internaron en el mar.
A la noche me llamó Germán para avisarme que en todos los noticieros locales estaban avisando que el Carmelita no había vuelto. Le pedí permiso a mi vieja y me fui hasta el puerto en bondi. Estaba lleno de gente. Germán también estaba y me señaló al loco, que parecía más perdido que de costumbre y balbuceaba solo.
Después de ese día no volvimos más. Alguien me dijo que al loco lo mandaron a Jujuy, porque tenía parientes allá, y lo internaron.
Del Carmelita nunca más se tuvo noticias.