La veía siempre dos filas más allá, en el segundo asiento, justo detrás de la mujer del bolso y el hombre canoso. Con la camisa de flores, el pantalón roto por las rodillas y una pulsera africana. Todas las mañanas. En el reflejo la observaba durante minutos, hasta que le tocaba disimular que miraba a la calle a través del cristal. Cada uno de los días, imaginaba cómo sería su voz, su risa, si sería zurda o diestra y qué canción era la que escuchaba en su mp3.
Cuando pasaron los meses, su imaginación había creado una personalidad completa. Tanto es así que comenzó a soñar con ella. Primero los lunes. Luego los viernes. Y después los lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Y algún sábado. Soñaba que la llevaba a tirar piedras al río. A hacer puenting. A comerse un pollo asado en un acantilado. Soñaba que le llenaba toda la cara de nata mientras se dormía. Que conversaban bajo los aspersores. Que compraban libros y fascículos religiosos en un mercadillo.
Lo creó todo su mente. Él ni siquiera tenía que pensar en ella antes de irse a dormir. De una forma inconsciente, alcanzó una relación de ocho horas al día. Sin discusiones. En lugares como Roma, Londres, Valladolid, la Luna o Teruel. Y al despertar, ningún problema de la vida en pareja le incomodaba. Hacía vida normal. Y al subirse al autobús, allí seguía ella, como si no se hubiera enterado de nada. Como el primer día. Escuchando música, con el pantalón roto y con sus camisas de flores.
Hasta que un día, el autobús subió de precio. Lo ponía en un cartel. DIEZ CÉNTIMOS. “¿Diez céntimos?”, preguntaron a la vez. “Sí, diez céntimos”, contestó el revisor. Pagaron, y siguieron. Caminando hasta los asientos. En una discusión acalorada en la que estaban de acuerdo. Indignados como se encontraban los dos. Hasta que el viaje siguió su curso. Y le escuchó hablar. Y le miró a la cara. Y le preguntó su nombre. Y le contestó que Marta. Y que estaba encantada.
Y entonces todo comenzó a complicarse.