Revista Literatura

EL REFUGIO, Cuento por B. Miosi

Publicado el 12 marzo 2011 por Blancamiosi

EL REFUGIO,  Cuento por B. MiosiA la mujer y los dos niños no les interesaban las ratas que corrían libremente por los recovecos de los bloques de adobe con que estaba construida la precaria vivienda, una más de la barriada Mendocita, más conocida como “el basurero”. Martha se encontraba allí de vacaciones; era lo que su madre había dicho al dejarla al cuidado de la abuela. A sus ocho años, ya ella estaba acostumbrada a vivir en diferentes domicilios, situación que consideraba en extremo interesante. Para el inicio de clases faltaban tres meses, y para Martha cualquier sitio era bueno. Al asomarse a la puerta se veía la escalera excavada en la misma tierra en la ladera del cerro. Más abajo quedaba el vertedero, donde columnas de humo grisáceo se elevaban formando volutas que se mezclaban con el olor nauseabundo de los deshechos en descomposición, pero su pequeña nariz se acostumbró con rapidez al permanente olor nauseabundo de Mendocita. Pasaba las horas correteando por el cerro con su tío Ernesto, que apenas era dos años mayor que ella. Desde lo alto se podía observar la capital: “Lima, la Ciudad de los Reyes”, como la habían bautizado los españoles. Un título que para Martha tenía mucho encanto.
Una de las estancias de la choza servía de dormitorio. En la otra, la abuela criaba cuyes, unos animalillos sospechosamente parecidos a las ratas que suelen presentarse en las mesas peruanas como platillo especial. Servía al mismo tiempo de cocina, baño y para llevar a cabo cualquier otro menester. No había más. Martha nunca pudo diferenciar los cuyes de las ratas que se movían libremente junto a las jaulas. Cuando la abuela preparaba cuy, ella saboreaba hasta el último huesito, sin importarle si eran o no parientes de aquellas.
Por lo general los niños trataban de alejarse todo lo posible del basurero. A veces se alejaban los casi dos kilómetros que separaban Mendocita de La Parada, y se perdían entre las calles donde gente de toda clase se movía afanosamente de un lado a otro acarreando bultos, a veces sobre la espalda, otras, en carretillas, camino a la infinidad de puestos del mercado mayorista situados justo en el centro de ese revoltijo de gallinas, pavos, cerdos, pescados y gritos. Había tal bullicio que para entenderse todos debían hablar a voces.
—Martha, ¡es el rey de los gitanos! —Señaló Ernesto con el brazo.
—¿Rey de los gitanos?
—¡Y viene hacia acá! —añadió el niño, bajando el tono.
Un hombre delgado con la camisa desabotonada, un pañuelo amarrado en la cabeza y un diente de oro que sobresalía en su sonrisa se acercó a ellos. A su lado, una mujer con el atavío propio de las gitanas caminaba contoneándose, tratando de seguirle el paso.
—¿Me señalabas? —preguntó el hombre, dirigiéndose al pequeño.
Ernesto se quedó mudo. Martha esperó inútilmente a que reaccionara y cuando vio que el hombre iba a abrir la boca, se adelantó.
—Sí. Dijo que eres el rey de los gitanos.
—¿Y tú que piensas?
Martha observó sus hombros anchos, sus manos fuertes y el diente de oro. No le quedó la menor duda. Lo menos que podía ser aquel hombre era el rey de los piratas.
—Que debes serlo —dijo con convicción.
—Veo que no me tienes miedo…
—No creo que sea cierto que los gitanos despellejen a los niños para volverlos más blancos. Es una tontería —expresó Martha.
El hombre soltó una risotada y acarició la cabeza despeinada de Martha. La mujer que estaba a su lado también sonrió y acomodó las pulseras que tintineaban en sus muñecas.
—Señor rey de los gitanos…, nosotros ya nos íbamos a casa —articuló por fin Ernesto.
—Nada de eso. Ustedes me han caído bien; vengan conmigo.
Los niños se quedaron de una pieza. El hombre les dio un pequeño empujón para que se animaran y pronto estaban cruzando la puerta abierta en una larga pared blanca.
—Me llamo Miguel y soy el rey de los gitanos, es verdad. Si sabes quién soy, debes saber a qué me dedico —dijo el hombre, dirigiéndose a Ernesto—. Todos aquí trabajan para mí. Yo te enseñaré a ser un buen gitano.
—Señor… yo no quiero ser gitano, yo quiero ir a mi casa…
—Un buen gitano sabe predecir el futuro, pero primero debe saber cómo hacer que se cumpla, ¿me entiendes? Tienes que ser cauteloso. A todo el mundo le gusta que le lean el futuro, ya lo comprobarás, solo tienes que acercarte a las personas y preguntarles si desean conocer su futuro, el resto corre de nuestra cuenta.
—¿De veras puede saber el futuro? —preguntó Ernesto a punto de llorar.
—Por supuesto, hijo. Ellos vendrán, yo les quitaré el dinero y después se irán un poco más pobres, ¿Ves como sé predecir el futuro?
El hombre soltó una carcajada tan contagiosa que hasta Martha empezó a reír con él.
—En cuanto a ti… —la miró detenidamente—, tú no eres de por aquí, ¿verdad?
—Estoy de vacaciones —dijo ella—. Solo unas semanas, de vacaciones —enfatizó.
—Ya veo… tratándose de… ¿cómo te llamas? —preguntó dirigiéndose a Ernesto.
—Ernesto, señor, pero no puedo…
—Ya que estás con Ernesto, mi amigo y futuro colaborador, te haré un favor especial. Morgana —señaló a la mujer—, léele el futuro a esta niña.
—No tengo dinero, así que temo que no podrás predecirme el futuro.
El rey de los gitanos sonrió al mirarla. Su rostro cambió de manera sorprendente. Ya no era el hombre de gesto grotesco y risa escandalosa. Hizo una señal con los dedos sin dejar de observarla y la mujer se acercó, tomó la mano de Martha, puso la palma hacia arriba y la observó como si leyese un libro.
—Dile lo que ves. Díselo —acució el rey de los gitanos.
Morgana habló con voz hueca.
—Algún día serás muy famosa. Te codearás con gente importante, te casarás con un extranjero y en el extranjero harás tu fortuna. Solo tienes que rodearte de papeles; muchos papeles. Recuerda: papeles.
—Quiero verte aquí a partir de mañana —ordenó el hombre a Ernesto.
Luego el rey de los gitanos y Morgana dejaron de prestar atención a los niños, como si dieran por hecho que todo debía cumplirse.
Ernesto y Martha regresaron a Mendocita, sin hablar una palabra.
A partir del día siguiente, Ernesto desapareció todas las mañanas y al regresar siempre traía algo de comida. Le contó a la abuela que había empezado a trabajar. Los juegos se hicieron más escasos y empezó a mirarla de manera diferente, hasta con cierto respeto, como si las palabras de la gitana hubieran calado hondo en él. Martha también pensaba en las palabras de la gitana; pero no encontraba mayor explicación. Se observaba a sí misma: zapatos rotos, una ropa que no se había cambiado desde la última vez hacía más de quince días, sus manos tan sucias como el resto de su cuerpo, con las uñas negras de tierra o quién sabe qué otra porquería. El pelo pegajoso por el sudor y la suciedad, y no sabía cómo tenía la cara, pues en casa de su abuela no existía un miserable espejo. ¿Papeles? Se pregunto. Como no sea el papel periódico que usaba para limpiarse, no encontraba respuesta a la extraña acotación de la mujer.
Un día Marta sintió picor en el cuerpo, tanto que no podía dejar de rascarse hasta lastimarse la piel. Empezaron a brotarle granos con pus que ella misma reventaba con las uñas y acababan formando costras en una sucesión interminable. Cuando su madre la recogió de casa de la abuela, la llevó directamente al Hospital del Niño. Dijeron que tenía sarna. Le limpiaron todas las costras y aplicaron sobre las llagas un líquido que le dejó el cuerpo ardiendo. Siguió el tratamiento en casa de su madre y un mes después Martha estuvo curada y pudo volver a ducharse, cosa que no había hecho durante los casi tres meses que pasó en Mendocita.
Por las noches se sumergía en los libros que sacaba prestados de la biblioteca, a la que su madre la había inscrito para que tuviera dónde quedarse mientras trabajaba, aguardando el día en la enviaría a otro hogar diferente, como era costumbre.
La dejó en casa de unas tías, donde había estado una temporada anteriormente, y se alegró de volver a convivir con su prima Francisca, fiel oyente de sus historias.
Ambas dormían en la misma cama y les gustaba hablar cuando se acostaban juntas. La primera noche Martha empezó a contar:
—Paquita, esta vez vengo de una casa de donde yo nunca hubiera querido salir.
—¿De veras? ¿Cómo era?
—Tenía una entrada suntuosa, una gran sala, una escalera curvada que llevaba directamente a mi habitación, preciosa, con cortinas de seda rosada. El dormitorio era para mí sola. Pero no es eso lo que quería contarte. Cierto día bajé al sótano…
—¡Tenía sótano! —exclamó Francisca abriendo tanto los ojos que podían verse en la oscuridad.
—Por supuesto. Todas las casas así tienen sótano. Un día bajé y encontré algo increíble. Había una casa de muñecas que había pertenecido a Zaida, la hija de la dueña, cuando era niña. De mayor Zaida murió arrojándose desde el tejado.
—¿Y por qué lo hizo?
—Porque estaba locamente enamorada de un torero.
—¿Y qué tenía eso de malo?
—El torero estaba casado.
Francisca asintió con la cabeza, comprendiendo la lógica de la explicación.
—La casa de muñecas se iluminaba sola por las noches y todo era tan pequeño que yo apenas podía meter los dedos por las ventanas. En alguna ocasión logré ver dentro algunas sombras, como si allí viviese gente diminuta...
Martha calló cuando sintió la respiración acompasada de su prima. La abrigó con la colcha y dio un suspiro. Aún sin sentir sueño, siguió imaginando mundos que solo había conocido en la Biblioteca Nacional, un lugar mágico donde las horas transcurrían sin sentirlas. Cerró los ojos y se vio a sí misma muchísimos años después, escribiendo libros tan preciosos como los que allí había leído. Recordaría todos los lugares, todos los momentos, todas las penas por las que había pasado, y todas las comidas que no había tenido, para plasmarlas por escrito. Así tal vez, algún día, otra niña que como ella fuese en busca de refugio a una biblioteca, pudiera sentir su soledad acompañada.B. Miosi

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