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El regreso de Smorthian (parte IV)

Publicado el 28 mayo 2010 por Blopas

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Pero la desesperación de Maggoth había alcanzado tal magnitud que en un violento arranque, ciego de ira y frustración, le asestó al cubo un puntapié tan feroz que terminó quebrándose varios dedos del pie derecho. El obstinado cubo ni siquiera se movió, mientras que Maggoth sufría el dolor más intenso y punzante de toda su vida. Los huesos le habían atravesado la carne y la piel, y –ensangrentados– emergían al aire libre entre las tiras de cuero de sus sandalias. El dolor lo había hecho doblarse sobre sí mismo. Mareado, Maggoth cayó de bruces sobre la cara superior del cubo, aquella que llevaba grabado el enigmático nombre, y así permaneció un rato, inmóvil, a la espera de que el dolor disminuyera. Sin embargo, y para su sorpresa, todo lo contrario sucedió. Había apoyado el mentón sobre el relieve de las letras, y olvidándose de su orgullo de hombre tosco, a sabiendas de que estaba absolutamente solo en ese paraje tan alejado, comenzó a llorar sin consuelo. Lloraba no sólo porque ese metal era inexpugnable, sino también porque con el pie en semejante estado no podría ni sembrar ni cosechar nada de nada. Además, ¿quién iba a dejar de lado su propio campo para ayudarlo? La temporada estaba perdida. Apenas si podía mantenerse en pie.

En ese preciso momento tuvo lugar un suceso inesperado. Las primeras dos gotas de su llanto habían rodado por las mejillas y fueron a estrellarse justo sobre aquella misteriosa inscripción, Smorthian. La caja comenzó a vibrar. Al principio fue leve, pero tan impresionante como para que Maggoth, temeroso, pero apartando de su mente el dolor agudo de la fractura, retrocediera cinco ó seis pasos. Luego, el cubo comenzó a sacudirse de una manera tan enérgica que las placas de óxido que lo cubrían se desprendieron para caer al suelo como la corteza de un árbol centenario. Cuando la vibración terminó, el cubo lucía un plateado enceguecedor que lo hacía brillar como si hubiera sido recién fabricado. Una especie de cerradura quedó expuesta ante los ojos de Maggoth. No obstante, y para su sorpresa, la cerradura giró sola sobre sí misma y el cubo mágico quedó abierto al medio frente al atónito labrador.

El calor que desprendía era insoportable; no obstante, Maggoth sabía que debía olvidar el dolor y el miedo si quería saber qué había allí adentro. Inclusive, cabía la posibilidad de que de la misma manera en que se había abierto solo, también podía volver a cerrarse por muchos siglos más. Así que se acercó como pudo, sin apoyar el pie lastimado, hasta ubicarse a escasas pulgadas de distancia. El cubo abierto no sólo despedía calor, sino también una luz muy blanca y potente. Y justamente allí dentro, a la vista de Maggoth, colocados con prolijidad sobre un soporte de madera oscura muy bien trabajada, dos rollos de un papel amarillento descansaban a la espera de que el tosco labrador los tomara. Y eso fue lo que Maggoth hizo. Estiró los brazos y tomó entre sus manos el rollo de la izquierda, lo extendió frente a sí e intentó leerlo… ¡Leerlo! Maggoth era un campesino, y lo había sido desde niño, tal como su padre, su abuelo y su bisabuelo. Nunca había abandonado sus tierras, y por eso no sabía leer. Sin embargo, fue capaz de hacerlo sin errores: leyó e interpretó cual sabio los símbolos dibujados sobre ese delicado papel. Además, había pasado a dominar una lengua que nunca antes se había escuchado en la comarca. Sin dudas, algo fantástico le estaba sucediendo, y por esa razón, cuando terminó de leer el primer grupo de símbolos no se sorprendió de ver que su pie se había curado por completo. Ya no quedaban ni rastros de sangre, ni huesos al aire, ni tampoco sentía dolor alguno. Al mismo tiempo, sus ropas comenzaron a ajustársele al cuerpo: se le habían abultado los músculos. Además, su cabello había pasado a ser tan largo como el del mismísimo Friederick. Al comenzar a leer el segundo grupo de dibujos, escuchó que su voz era tan potente como el rugido de un león. Así fue como discurrió por la lectura de los dos rollos para, al finalizar, entender de qué se trataba todo aquel misterio que el cofre había guardado tan celosamente.

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