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Mientras tanto, los campesinos vivían los momentos más trágicos de su historia. Como en una pesadilla, Smorthian había comido o desecado a más de la mitad de la gente y a casi todos los animales, y había transformado a los pastizales en inútiles restos pajizos. Las mujeres abandonaban sus casas y corrían con sus hijos hacia el norte; no importaba cuánto ánimo se dieran entre ellas, todas sabían que esa bestia les daría alcance tarde o temprano. Muchos hombres jóvenes las seguían; llevaban en sus espaldas grandes zurrones con tantas pertenencias y alimentos como podían cargar. Por último, a la cola del improvisado desfile, los ancianos arreaban las ovejas que habían sobrevivido y que les darían leche para las criaturas. Uno de los jóvenes, Miryk, al pasar frente a la casa de Friederick tuvo la idea de pedirle que fuera de inmediato a tocar la flauta a la colina. Si era cierto que podía comunicarse con los dioses, que les rogara que hicieran algo, que aparecieran de una vez por todas y que salvaran a la comarca de ese demonio. Las mujeres apoyaron de inmediato a Miryk, que encontró a Friederick muy atareado en el medio del campo y le contó su idea.
A pesar de lo que muchos creían, Friederick no se había desentendido de la situación. No se había quedado en la cama a la espera del final. Por el contrario, el alba lo había visto salir al campo para construir un arma, una especie de honda enorme hecha con cueros de arnés trenzados y cosidos. No estaba seguro de su efectividad –no podía estarlo–, pero deseaba con todo su corazón ver los trozos de la bestia desparramados sobre la tierra. Accionar un arma de semejantes dimensiones iba a demandar la colaboración de muchos hombres, además de una excelente puntería. Friederick seleccionó a varios jóvenes y los instruyó en cuanto a su uso y a los cálculos necesarios para acertar en el blanco. Luego, antes de irse, dejó al mando a Miryk, quien demostraba ser el más inteligente y organizado. En cuanto a las piedras, en esa parte de la comarca las encontrarían con facilidad al ras del suelo. ¿Por qué no había pensado primero en invocar a los dioses con su flauta en vez de armar esa honda disparatada? La pregunta circuló en voz baja durante un buen rato. Nunca nadie supo la respuesta.
Friederick tomó su flauta y se marchó presuroso hacia la colina, a su roca preferida. No permitió que nadie lo acompañara, ni que lo siguieran, ni que lo miraran. Debía estar completamente solo. Aunque su alma estaba atribulada, trepó por la pendiente con el mismo ímpetu que habría puesto esa tarde para labrar sus tierras. Cuando se hubo sentado en lo más alto, enderezó la espalda, inspiró hasta llenar sus pulmones y dejó que las notas musicales escaparan de su flauta hacia los cielos. El colmillo de narval vibró más fuerte que de costumbre, como si la gravedad de la situación le hubiera hecho cambiar su forma de soplar, o como si las palabras contenidas en esas notas hubieran pertenecido a una plegaria distinta, más parecida a un ruego o a un grito de auxilio. Sea como fuere, los dioses demoraron en hacerse presentes, como si el bueno de Friederick hubiera necesitado dar más pruebas de su pureza de espíritu o de lo complicada y urgente que era la situación esa mañana. Friederick tocó, tocó y tocó. Sopló sin detenerse, pensando que a cada nota tal vez correspondiera una nueva víctima de ese espanto emergido de las entrañas de la tierra.
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