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El primero de los rollos narraba la historia de Smorthian, único dios de los primitivos habitantes de esa comarca, varios millares de años atrás. Según lo escrito, esa civilización fue devastada por un ejército bárbaro llegado durante el apogeo de la luna para invadir y tomar posesión de las generosas tierras. La invasión fue en extremo sangrienta; los ejércitos despedazaron a los hombres y a los ancianos, y violaron hasta la muerte a todas las mujeres y los niños. Ese ejército no sólo contaba con veloces caballos y armas infalibles de ligero y filoso metal, también estaba protegido por una magia poderosa que le daba sustento y protección a cada ataque, a cada estocada.
En su desesperación, el pueblo asediado recurrió a Smorthian. Los sacerdotes lo invocaron en una ceremonia improvisada en el bosque de coníferas que vestía de verde al cordón montañoso que servía de límite con las Tierras Lejanas del Sur. Smorthian era, al mismo tiempo, tanto una deidad mágica de la luz, que protegía a la comarca y le brindaba buenas cosechas a cambio de jóvenes vírgenes, como un dios de la oscuridad, capaz de engullir a su propio pueblo si le apetecía. En esa oportunidad, Smorthian se corporizó ante los sacerdotes y los devoró en el acto. Conmovido por la brutalidad del ataque bárbaro a su pueblo, el dios intentó desplegar todo su poderío mágico sobre los invasores. Sin embargo, ya era tarde: su pueblo estaba muerto. Solo, sin nadie que lo respetara o lo adorara, el poder de Smorthian se debilitó a tal punto que la magia del ejército invasor lo doblegó con facilidad. Los magos negros redujeron a Smorthian a su esencia y lo confinaron bajo la tierra, en algún lugar de la comarca.
Después, los magos dieron la orden de que la historia de esa mágica victoria fuera escrita con la sangre de los vencidos en un rollo de piel humana desecada. Cuando los escribas terminaron la tarea, los sacerdotes, que a su manera se habían apiadado del dios en desgracia, impartieron una nueva orden: escribir en un segundo rollo la manera de romper el hechizo para liberar a Smorthian. Una vez completada la nueva tarea, los sacerdotes negros con su magia crearon un arca de metal brillante, colocaron los dos rollos en su interior y la sellaron con fuego y luz. Ningún mortal común podría abrirla, excepto aquel que sobre ella derramara lágrimas de dolor. Antes de enterrarla, escribieron en una de sus caras el nombre del dios vencido.
Evidentemente, la marcha implacable del tiempo se había encargado de aquel pueblo bárbaro, de sus milicias, de su magia perversa y de sus descendientes. En algún punto de la Historia, por alguna razón desconocida, todos ellos desaparecieron. Salvo por las tierras y las montañas, la comarca en la que Friederick y Maggoth convivían nada tenía que ver con aquella que fuera arrasada, y si bien la gente siempre podía elevar un ruego oportuno a sus dioses, desde hacía mucho tiempo –más del que se podía recordar– la vida trancurría sin sobresaltos, y los ciclos de las cosechas se desarrollaban con normalidad, sin invasiones ni magia negra.
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