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El regreso de Smorthian (parte VII)

Publicado el 05 junio 2010 por Blopas

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Unas horas después, con el sol a media altura en un cielo sin nubes, Maggoth se hallaba nuevamente frente a la caja de metal abierta. Varios amigos lo habían acompañado, más para protegerlo de su propia locura que por haberle creído esos delirios sobre magos y dioses. A cierta respetuosa distancia de los rollos estaban Gernakt, el hijo del molinero, Gustaf –uno de los campesinos más borrachos de la comarca–, Azur, el rubio pastor que sabía cuidar de ovejas, cabras y cerdos a la vez, Urdheim, el joven dueño de la taberna, y Thrym, el menor de los cinco primos hermanos de Maggoth.

Todos escucharon con atención la historia contenida en el primer rollo, leída y explicada por aquel que el día anterior no era más que un bruto labrador. Todos pudieron sentir el calor de la caja. Uno a uno se fueron acercando a la luz y experimentaron cambios similares a los de Maggoth, tanto en sus cuerpos como en el intelecto. Algunos aumentaron su altura en más de un pie, otros duplicaron su masa muscular, y otros pasaron a lucir melenas hasta la cintura. Al mismo tiempo, todos se transformaron en personas ilustradas. Thrym, por ejemplo, obtuvo los conocimientos de un alquimista experto, mientras que Gustaf comenzó a hablar en el lenguaje de los rollos. Lo mismo les sucedió, con sus variantes, a Gernakt, a Urdheim y a Azur. Obviamente, el asombro fue generalizado, y Maggoth había vuelto a ser alguien creíble. Ninguno de ellos temía por su vida. Ninguno sospechaba las consecuencias de lo que estaban a punto de hacer.

Con una especie de entusiasmo pueril, los cinco se creyeron los vaticinios de Maggoth acerca de las ventajas de devolverle a un dios bueno como Smorthian un pueblo que lo alabara y que le entregara sus sacrificios humanos a cambio de descomunales cosechas, bienestar y riqueza. Sin embargo, nada les dijo sobre sus propios planes para gobernar la comarca.

Los seis hombres esperaron a la caída de la noche para dar comienzo al ritual. La luz brillante que salía de la caja le daba a la tierra un aspecto sobrenatural. Maggoth le entregó ceremoniosamente el segundo rollo a Gustaf, quien a esa altura se había transformado –sin ni siquiera sospecharlo– en un nuevo sacerdote negro; luego hizo sentar a todos a su alrededor, en los vértices de un pentágono regular imaginario que en su centro contenía el arca abierta. Gustaf, que sostenía una piedra filosa entre sus dedos, ordenó que alguno de ellos se hiciera un corte en la palma de la mano para verter su sangre en un cuenco de madera. Y así lo hizo Maggoth. Una vez que el cuenco estuvo lleno, la luz del cofre le cauterizó la herida. De la misma manera sucedió cuando Thrym se cortó las nalgas para ofrendar cuatro onzas de su propio unto. Después de la consagración, Gustaf dividió en 8 partes la grasa y la sangre. La primera porción fue vertida en un hoyo en la tierra. Las seis porciones siguientes fueron comidas y bedidas, y la restante sirvió para que, luego de desnudarse, se frotaran los cuerpos los unos a los otros. Rápidamente, los hombres entraron en un estado de éxtasis y algarabía. Todos sintieron necesidad de volar, y así lo hicieron. Gustaf, satisfecho, se frotó las manos hasta enrojecerlas y trazó con el puño izquierdo un dibujo en la tierra, y lo borró de inmediato. Luego ordenó que todos regresaran a sus ubicaciones rituales y, antes de guardar el segundo rollo en la caja, leyó en voz alta varios de los símbolos allí escritos.

Una vez que Gustaf dio término a la ceremonia, el desánimo ganó el espíritu de los seis hombres, y muy en particular el de Maggoth. Nada había sucedido. Cierto era que la existencia y la magia del cofre no se podían negar. Maggoth no había mentido; todos habían tocado el metal, visto su luz y transpirado con su calor; todas las heridas habían sanado, y los rollos eran tangibles como las astas de los bueyes amarrados a la carreta. Además, el cambio físico e intelectual de los seis era un hecho tan inexplicable como real. Gustaf había cumplido los pasos del ritual a la perfección, mas la noche negra continuaba en silencio, y al no soplar el viento todas las cosas conservaban su estado de quietud. Hacia donde quisieran mirar, ni rastros de ningún dios antiguo ni nada que se le pareciera.

Transcurrido un tiempo de vana espera, los hombres emprendieron la marcha de regreso. Para que el arca de metal no llamara la atención, la llevaron entre todos hasta un bosquecillo de robles al pie de la lomada y ahogaron su luz con una gran cantidad de hojarasca. Entonces orientaron la carreta hacia sus respectivas casas, donde durmieron un sueño reparador.

Temprano esa mañana, la comarca se despertó conmocionada. La tierra se sacudía como los árboles en la tempestad. Con sólo mirar hacia el sur, aquellos que habían salido temprano de sus casas entendieron que algo fuera de lo común, y nada bueno, estaba sucediendo. Los perros aullaban. Desde su cama, Maggoth pudo escuchar el alboroto que había en el campo. Las campesinas pedían socorro con desesperación, y los hombres más valientes también gritaban en el intento de organizar a la gente. Otros, simplemente corrían a guarecerse. Sin llamar a la puerta, Gustaf, que estaba muy agitado, entró a la casa de Maggoth, lo sacó de la cama de un tirón y salieron al campo. Lo que estaban presenciando no había sido visto en la comarca desde hacía milenios. Las colinas del sur habían perdido aquella silueta horizontal que muchos creían eterna. En su lugar, inmensos bloques de piedra yacían esparcidos por aquí y por allá. Y parado sobre la roca más grande que aún quedaba en pie en su lugar original, una inmensa bestia agitaba la cabeza y las alas. Maggoth y Gustaf no necesitaron hablar, sabían que se trataba de Smorthian. Lo habían liberado de su prisión en las entrañas de la tierra, bajo las colinas, donde lo habían puesto aquellos antiguos sacerdotes con su magia negra. El hechizo estaba roto.

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