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Los dioses sabían que Maggoth y sus compañeros habían dejado en libertad a Smorthian y conocían desde hacía mucho tiempo el carácter ambicioso de Maggoth. Pero Friederick no. Al ver al grupo de hombres acercarse a la bestia tuvo dos sensaciones contrapuestas. La primera fue temor, un sincero temor a que fueran despedazados de la misma manera que el resto del pueblo. La segunda fue admiración. En su pureza de espíritu era incapaz de sospechar que antes que valientes gladiadores eran ellos los verdaderos responsables de la tragedia.
Mientras tanto, los seis hombres habían terminado su marcha y estaban reunidos a escasos pies de Smorthian. Inmensa fue su sorpresa al ver –tan de cerca– que la bestia era mucho más grande de lo que habían imaginado, y varios de ellos sintieron miedo y necesidad de escapar. Ése no era el caso de Maggoth, que se puso al frente del grupo para pronunciar las palabras que tanto había ensayado en secreto. Nunca se enteró que los chillidos de Smorthian estaban tapando los gritos desesperados de Friederick.
“¡Smorthian, Dios sin pueblo! Mi nombre es Maggoth y soy yo quien ha roto el hechizo…”, gritó el labrador. “Te he dado un nuevo pueblo… A cambio sólo quiero protección para gobernarlo. Juntos seremos invencibles. Conquistaremos las Tierras Lejanas y devorarás a esa gente, si te apetece…” Por suerte, esas palabras nunca alcanzaron los oídos de Friederick, quien había postergado los gritos para volver a rogarle a los dioses que se pusieran en marcha. Sin embargo, los dioses no se movieron ni un ápice; deseaban que Friederick presenciara la escena que tanto temía.
La bestia bajó la cabeza hasta casi seis pies por sobre Maggoth. Olfateaba y movía las bolas negras que llevaba por ojos como si buscara algún indicio que le permitiera confiar en esos hombres y sus palabras. Al mismo tiempo, las agallas en su espalda latían convulsionadas y la atmósfera a su alrededor se había tornado tan dañina como sus fauces entreabiertas. La respuesta de Smorthian se hacía esperar, y esa espera consumía un tiempo que para los seis hombres era vital. Sabían que no resistirían mucho más. El aire seco les había abierto tajos muy profundos en todo el cuerpo, estrías dolorosas de color bordó en las que la sangre se encostraba sin llegar a derramarse. Ninguno tuvo el valor de reconocer ni el dolor, ni el miedo a la muerte. Los párpados ya no les obedecían porque sus ojos habían perdido la humedad y la turgencia.
En un instante fatal, una piedra del tamaño de un borrego cruzó el cielo para impactar en un flanco del monstruo, que acusó el tremendo golpe con un ataque de furia. Miryk y sus ayudantes lo habían conseguido, y Friederick sintió que el orgullo le inflaba el corazón. El chillido del monstruo surgió tan fuerte y tan agudo que la comarca se paralizó y los seis hombres que tenía frente a sí quedaron inevitablemente sordos. Smorthian, herido, se irguió hacia las nubes cuan alto era. Todas sus defensas córneas quedaron expuestas cual filosas espadas, y en vaivenes de venganza, con ellas parecía tajear el aire que lo rodeaba. A medio desecar, ciegos sus ojos y sin poder voltear la cabeza, Maggoth sospechó que Gustaf y el resto lo habían abandonado. Pero fue sólo una triste alucinación. Sus compañeros estaban momificados.
La dentellada de la bestia voraz seccionó a Maggoth por la cintura. A lo lejos, Friederick bajó la cabeza y entre sollozos hundió la frente en su voluminoso antebrazo.
El desenlace fue corto. Así como sucediera miles de años atrás, Smorthian, el monstruo iracundo, el dios errante cuyo nombre Friederick nunca conoció, fue vencido con facilidad por las armas de la magia. Los gigantes avanzaron por el campo hasta un punto predestinado. Con los arcos en tensión, apuntaron las flechas de energía sólida hacia la bestia y soltaron las cuerdas al mismo tiempo. Ambas flechas volaron cual refucilos hasta clavarse al unísono en el pecho de Smorthian. El efecto de la energía sólida fue tan potente como los hechizos de aquellos sacerdotes negros: el dios errante fue desapareciendo de manera muy lenta hasta verse nuevamente reducido a su esencia. En su lugar sólo quedó un breve espejo de agua.
Los gigantes guardaron los arcos y devolvieron a Smorthian a las profundidades de la tierra, debajo de la misma colina que lo había cubierto durante tanto tiempo. Luego rearmaron la colina con sus piedras y tierra, y arrojaron semillas para que las primeras lluvias de primavera la tapizaran de pasto. Y momentos después, aquella caja de metal con los dos rollos de piel que Maggoth y sus hombres habían ocultado entre los árboles explotó con tal violencia que las llamas, que alcanzaron el cielo y tiñeron las nubes de anaranjado, amarillo y rosado, consumieron todo el bosque hasta hacerlo cenizas.
Un ademán preciso de Friederick hizo que el gigante lo depositara con suavidad en sus terrenos, frente a Miryk y a los héroes de la honda de cuero. Ambos se miraron y se fundieron en un abrazo emocionado. Al separarse, Friederick sintió que su momento había llegado, y dijo: “Miryk, eres un hombre de bien, inteligente y capaz. Usa todos esos poderes para organizar la reconstrucción de esta hermosa comarca. Repuéblala y haz que todos sean felices. También te encomiendo mi flauta. La encontrarás en la cima de la colina. Con ella serás capaz de invocarme cuando lo creas necesario.”
El gigante tomó nuevamente a Friederick entre sus dedos y con suavidad lo colocó en un bolsillo dentro del zurrón de las flechas. Luego, ambos dioses saludaron con un ademán de manos y se dirigieron con largas zancadas hacia el Mar de Agar. Los pocos habitantes que andaban por allí se apuraron a subir hasta la cima de la colina, desde donde observaron que un descomunal vórtice de agua y polvo estaba girando sobre la orilla. De un salto, los dioses se introdujeron en el torbellino, que inmediatamente desanduvo su camino sobre las aguas y, como por arte de magia, desapareció en el horizonte.
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