“El Relojero”

Publicado el 18 junio 2012 por Yoelrivero
Entre ustedes y él hay más que un muro:
Es un desierto inmenso e invisible,
un abismo que se abre con cada  puente destruido.
Qué fatiga para el loco explicar
Lo que de antemano sabe que nadie escuchará,
Cuán hondo el desaliento de ustedes
Al verlo ir como una sombra.
“Nadie llega hasta aquí”, se queja él.
“No hay regreso posible”, le responden cabizbajos.
Daniel Díaz Mantilla.

Durante mucho tiempo en nuestra aldea, todos habían olvidado que el paso del tiempo también era parte de la erosión natural de la existencia. Conocí a personas que aún confiaban ciegamente en el reloj de sol que hicieron construir, en las afueras de sus chozas, en el momento del primer cambio de tiempo. Días atrás recuerdo el encuentro con una anciana que ya tenía el agujero obstruido de su reloj de arena por la falta de uso. Tenía que contener la risa al ver que lo viraba y sus horas eran las más largas de la historia. Tal vez por eso a sus 103 años es capaz de recordar la época sin nubes que atravesó la aldea. Estoy seguro que es por eso que ha vivido más que cualquier otro aldeano. Ha llevado su vida al lento paso de su reloj de arena. 
En nuestra aldea también existen personas que conservan el reloj  de agua que una vez fue tan útil, aún cuando el río se ha retirado a varias millas de esta tierra.
Aquel día fue prácticamente impredecible. Llegué a la barraca de la Comarca, donde se sostienen las más álgidas discusiones de identidad temporal de mi aldea y de las aldeas vecinas. Las puertas estaban custodiadas de forma poco común, a la izquierda, los corredores que se dirigen a los resguardos de los ancianos, estaban totalmente sellados. Nadie podía entrar y nadie podía salir. A lo lejos, desde el umbral de la edificación, podía ver la desesperación de quienes tienen a su cargo las variables temporales de la aldea. Nada de lo que hacían lograba calmar a los ancianos. Daban gritos y proponían aglomeraciones en los límites de todas las aldeas para dar a conocer lo sucedido. En el lado derecho se podía respirar el miedo, la incertidumbre, el desconcierto de los asesores integrales. Escuchaba elucubrar los más diabólicos planes de venganza, de enfrentamiento. Esos largos corredores laterales de la barraca; con poca luz, con muchas miradas, con más voces que palabras; resultaban difíciles de flanquear, pero ese era mi cometido. Yo soy un asesor integral recientemente electo por los ancianos. Solicitaron mi presencia en la barraca y es la primera vez que entro en ella.  No conocía el motivo de tanto alboroto. Nunca había visto a todos los asesores reunidos. Este debía ser un problema muy grave.
Aldeanos.
Con fuerza se dirige a nosotros el procurador de la aldea, el segundo anciano más anciano de todos los ancianos.
Nos enfrentamos a un conflicto temporal de primer orden. Tenemos que estar unidos en un momento como este. El reloj que marca el paso de nuestras vidas detuvo su marcha.
Yo siempre pensé que en el último cambio de tiempo había dejado de funcionar. 
Aún no está claro si fue una acción reaccionaria, o el cambio de las nubes afectó su mecanismo. De una u otra forma, tenemos que estar unidos.
Son muchos los secretos que aún se guardan en esta barraca. Secretos que dejarán de existir con los ancianos de no ocurrir eventos como este.
Los convidados alteraban más y más la sala central de la comarca. Las tablas de la aldea condenan todo acto hostil que afecte el equilibrio y la balanza estaba fuera de su eje. Los candelabros ardían, alineados en toda la longitud de la nave, pero aquellas claridades de fuego no podían agregar más calor al momento. Hasta los ancianos hervían.
Desde el principio del mes estudiaban el cielo y sabían perfectamente que todos los hechos y todos los aldeanos estábamos íntimamente relacionados con las nubes. Las palabras de los antiguos profetas no abrían camino dentro de tanto desorden. La aldea volvería a ver los días de su mayor desconcierto. El reloj regidor del tiempo común estaba descompuesto y no existía aldeano capaz de conciliar coherentemente una propuesta.
Tengo que abandonar la barraca. Barraca rodeada de talladas rocas, de altas columnas, con pilares de distancia en distancia. Frente al pórtico los encargados de custodiar el lugar no daban crédito a tanto desatino. Me alejo y aún a muchos pasos de distancia la algarabía se escucha.
No puedo responder con claridad si caminé por una hora o más. Sólo soy capaz de recordar que aldeanos de todas las chozas pasaron a mi lado, ingenuos, ajenos al tiempo y la cólera inmensa que en ese momento absorbía a los ancianos, a todos los ancianos de la aldea.
En una aldea muy lejos, muy lejos de aquí, que tiene chozas que se parecen a las chozas de aquí, que tiene problemas que se parecen a los problemas de aquí, existen aldeanos buenos y aldeanos olvidados, reales y falsos, aldeanos con sueños y aldeanos sin tiempo. En aquella aldea también perdieron la noción del tiempo y ya nadie sabe del rumbo que ha tomado su gente. Solo tenemos una choza para contener la vida y esos aldeanos se han abierto al mundo. Ellos ya no son capaces de buscar un reloj, se buscan a sí mismos. Yo tampoco busco un reloj, busco un relojero. Ese es un oficio perdido en todas las aldeas de la comarca. Por una razón u otra muy pocos aldeanos saben contar el tiempo. Viven enajenados en la confianza de que allá, en la barraca, a otros les pertenece esa función.
Soy un poeta, un especulador, un especialista en Recursos Humanos, soy un asesor integral y no estoy junto al resto de mis colegas emitiendo ideas al concilio. Lo único que atinaba a concebir, mientras explotaba como nunca mis neuronas, era la existencia de un relojero.
Después de tanto caminar, casi sin notarlo, termino sentado frente al reloj de sol más antiguo  de la zona norte. Escudriño ideas y todas quedan inconclusas. Solo un loco que corría por el lugar desconcentró mi búsqueda. Era un hombrecito ágil de movimientos, que hablaba en griego, griego antiguo, y sabía escribir como los egipcios. Indiscutiblemente era un loco. Preguntaba la hora a todos los que se le acercaba.  Tenía aspecto endeble y rostro surcado por los años, la mirada lejana y curiosamente cantaba ecuaciones matemáticas como las tonadas más sublimes de un eunuco enamorado. Giraba incansablemente alrededor de ese pétreo reloj de sol, que un día fue el centro de esta comarca.
-   Señor,
-   ¿Qué hora es?
-   Señor, ¿usted vive en esta zona de la aldea?
-   Tal vez, depende de la extensión de la zona que tengas en mente.
-   Aquí, en la zona norte.
-   ¿La del norte del norte, o la del norte del sur?
-   ¿Tengo que ser tan específico?
-   Si usted deja fisuras en el contenido de sus palabras, al terminar de hacer los cálculos probabilísticos, siempre quedarían variables indeterminadas. Además, su información puede ser manipulable.
-   ¿Por qué complicar tanto una simple pregunta?
-   La vida es complicada aldeano.
-   La hacen complicada los hombres.
-   Usted necesita una pregunta sencilla. ¿Qué hora es?
Iluso yo al pensar que un hombrecillo, que danza alrededor de un reloj de sol, pudiera ayudarme a encontrar al relojero.
-   ¿Qué hora es aldeano?
-   En estos momentos encontrar la hora resulta uno de los inconvenientes más peliagudos de esta aldea.
-   Aquí tiene un reloj, no tiene pérdida.
-   Es un reloj de sol, las nubes son cambiantes en esta época, además ¿Qué hora usted pretende que le diga, la de invierno o la de verano? Esto es solo un reloj de sol.
-   Este es un artefacto más longevo que la propia aldea y que la aldea que estaba antes que esta aldea. Tantos siglos de aceptación no pueden ser despreciados por un simple aldeano.
-   Para ser exacto como usted precisa, he de auxiliarme de un artilugio más moderno.
-   Hágalo entonces.
-   Es imposible, en esta aldea nadie ha seguido el curso del tiempo. Un reloj exacto no existe. El único que  podía hallarse está en la barraca de los ancianos con serios desperfectos mecánicos y nadie es capaz de encontrar a una persona que lo componga.
-   ¿Necesitan un relojero?
-   Muchos han propuesto importarlo, pero las aldeas vecinas han seguido el ritmo de la nuestra y tampoco poseen relojeros.
-   Hace muchos años, cuando la vida era rígida y todos coexistían con la exactitud. Cuando un minuto tenía 60 segundos y la precisión era una virtud, yo solía reparar relojes.
-   ¿Era usted un relojero?
-   Era un hombre que poco a poco fue despreciado por sus semejantes, que dejó de ser admitido en la barraca de los ancianos porque preguntar la hora se transformó en una anarquía.
-   Muy pronto la aldea estará sumida en el caos, tiene que acompañarme a la barraca, usted puede ayudarnos a seguir el curso del tiempo.
-   Un reloj que nadie consulta no necesita ser reparado, es innecesario.
-   No lo consultamos, pero sabemos que está. Ignorar el tiempo no impide que cada día demos gracias al amanecer, busquemos el alimento cuando el cuerpo lo necesita, nos entreguemos al descanso y digamos adiós al terminar cada jornada.
-   Jornadas de 24 horas.
-   Horas felices, ingenuas, pero felices.
-    Una vez fui un relojero, aclamado, venerado; pero luego humillado y luego olvidado. Ahora sólo orbito un reloj de sol.
-   Lo orbita en sentido contrario.
-   Llegaré algún día al pasado después de tanto caminar. Veré nuevamente a aldeanos reloj  en brazo, glorificando la puntualidad. El tiempo será nuevamente un valor de uso común y yo estaré feliz de reparar esos relojes que se han perdido.
-   Queda uno, depende de usted que siga su marcha.
-   Pero… Yo fui expulsado de la barraca.
-   Ahora será agasajado, aplaudido y elogiado.
-   Es bueno usted manipulando ideas, algún día será un digno ejemplo de anciano.
-   ¿Me acompaña entonces?
Cuando atravesé el umbral de la barraca con ese hombrecito a mi lado, nunca pensé que se crearía tanto silencio en un lugar que ya comenzaba a alarmar a las chozas colindantes. Casi todos los que estaban en el ala izquierda lo conocían,  muchos quedaron perplejos. Por el contrario, en el ala derecha de la barraca las preguntas se amontonaban y solo con ver aquellos rostros, podía experimentar una pesada interrogación. Avancé despacio, como quien transita por un camino sobre lava recién salida de las entrañas de la tierra. - ¡He traído un relojero!- grité con soberbia autoridad, para que mi voz penetrara cada rincón de la barraca.   - ¿Quién te crees que eres aldeano? – Inmediatamente una voz rasgada por la edad, pero compacta y enfurecida, rompió el sepulcral silencio. A esa pregunta le siguió un murmullo enloquecedor. El hombrecillo estaba más empequeñecido aún y mis ojos recogían gestos, movimientos de labios, ceños fruncidos, asombro y cólera en las miradas de ambos lados del lugar. - ¡He traído un relojero! – grité más alto aún. – Un relojero de nuestra aldea, un hombre que tiene la posibilidad de restaurar el equilibrio del tiempo. – En ese mismo instante la voz rasgada adquirió cuerpo y mostró su rostro. Era un anciano que no había visto nunca, pero el temor del resto de sus afines me dejó claro que; si no era el anciano rector, estaba muy cerca de él.
-   No podemos acudir a personas que han perdido el favor de la confianza. Quien antes fue un relojero, ahora no puede llegar a este recinto con la idea de salvar el mundo.
-   No vino por su propia voluntad, lo incité a venir porque la situación lo amerita.
-   Ha sido un atrevimiento de su parte aldeano.
-   Soy un asesor integral y cumplo con mis obligaciones.
-   Ha excedido sus atribuciones.
-   Pero necesitamos un relojero.
-   Ya no requeriremos un reloj, un único reloj que solo era para guiarnos a nosotros en la faena de presidirlos a ustedes.
-   Vivir tanto tiempo sin él no significa que no lo necesitemos.
-   Aquí estamos reunidos buscando la solución, solución que nada tiene que ver ya con el reloj. Ese quedará bajo tierra en los objetos resguardados del pasado.
-   ¿Viviremos de espaldas al tiempo?
-   Haremos nuestro propio tiempo, un tiempo auténtico, libre de ataduras tecnicistas.
-   Pero… ¡Aún tenemos un relojero en la aldea!
-   Regréselo a su delirio de contemporaneidad y venga a proponer soluciones reales y objetivas en nuestra cotidianeidad.
Tuve que abandonar la barraca y no fue preciso que cruzáramos palabras. El camino de regreso fue en silencio. El sol ya se ponía y nuestras sombras pretendían ser las manecillas de un reloj perdido en el alma de una aldea que no encuentra equilibrio. - ¿Qué hora es?- La sola pregunta rompió nuestra quietud. Ese hombrecillo, ese relojero,  ha retomado su órbita en sentido contrario al paso del tiempo. Ahora camina más angustiado, pero con nuevas motivaciones para regresar al pasado. Miro el reloj de piedra  con una desolación difícil de expresar. No creo que mis servicios sean necesarios nuevamente en la barraca, me quedaré aquí, mirando el reloj, mirando al relojero, las chozas, la aldea, las nubes; comprendiendo a los aldeanos y sus contrariedades, algo que jamás podrá hacer quien nunca haya perdido el reloj, quien no sea un aldeano y no viva en una aldea.