Era domingo. Melchor, el tabernero, me esperaba junto a la puerta. Me dio las “buenas noches” y rompió a llorar, y por entre los sollozos le salían las palabras tan estrujadas, que solamente logró decirme que tenía un hijo a punto de morir.
El pobre padre tiraba de mi, y yo me dejaba llevar, cautivado por su dolor. ¡En realidad, yo era médico titulado y no podía negarme! Y tuve tan fuertes ansias de complacerlo, que sentí brotar en mis adentros una gran ciencia…
Cuando llegamos a la casa de Melchor, conseguí desprenderme de sus manos, y con disimulada pena le confesé que sabía poco de la carrera…
-- Piensa que hace muchos años que no visito enfermos –.
Y entonces Melchor, haciendo un esfuerzo, me dijo pausadamente:
-- Mi hijo ya no necesita médicos. Yo ya sé que el pobre no sale de esta noche. ¡Y se me va, señor; se me va y no tengo ningún retrato suyo –.
¡Ay!, yo no había sido llamado como médico, y había sido llamado como retratista, y al instante sentí ganas amargas de echarme a reír.
Y por verme libre de trabajo tan macabro le dije que una fotografía era mejor que un dibujo, le aseguré que por la noche pueden hacerse fotografías, y echando mano de muchos razonamientos logré que Melchor se apartase de mi en busca de un fotógrafo.
La cosa quedaba arreglada, y me fui a dormir con mil ideas enredadas en la cabeza.
Cuando estaba cogiendo el sueño llamaron a mi puerta. Era Melchor.
-- ¡Los fotógrafos dicen que no tienen magnesio! –.
Y me lo dijo temblando de angustia. La cara muy pálida y los ojos como dos pezones de carne roja de tanto llorar.
Jamás vi un hombre tan deshecho por el dolor.
Suplicaba, suplicaba, y me cogía las manos, y tiraba de mi, y el desdichado decía cosas que me abrían las entrañas:
-- Tenga consideración, señor. Dos trazos de usted en un papel y ya podré mirar siempre la carita de mi niño. ¡No me deje en la oscuridad, señor! –.
¡Quién tendría corazón para negarse! Cogí papel y lápiz y allá me fui con Melchor dispuesto a hacer un retrato del muchacho moribundo.
Todo estaba en calma y todo estaba silencioso. Una luz mortecina alumbraba, en amarillo, dos caras estremecedoras que olfateaban la muerte. El niño era el centro de aquella pobreza de la materia.
Sin decir nada, me senté a dibujar lo que contemplan miso ojos de tierra, y solamente al cabo de algún tiempo conseguí acostumbrarme al drama que presenciaba y aún olvidarlo un poco, para poder trabajar, entusiasmado, como un artista. Y cuando el dibujo estaba ya en su punto, la voz de Melchor, agrandada por tanto silencio, me hirió con estas palabras:
-- Por el alma de sus difuntos, no me lo retrate así. ¡No le ponga esa cara tan cadavérica y tan triste!.
Confieso que al volver a la realidad no supe qué hacer y me puse a repasar las líneas ya trazadas del retrato. El silencio fue roto nuevamente por Melchor:
-- Usted bien sabe cómo era mi niño. Haga memoria, señor. y dibújemelo riendo –.
De repente surgió en mi una gran idea. Rompí el trabajo, concentré mi mirada en un nuevo papel blanco y dibujé un niño imaginario. Inventé un niño muy bonito, muy bonito: un ángel de retablo barroco sonriendo.
Entregué el dibujo y salí huyendo, y, en el momento de poner el pie en la calle, oí que lloraban dentro de la casa. La muerte había llegado.
Ahora Melchor se consuela mirando mi obra, que está colgada encima de la cómoda, y siempre dice con la mejor fe del mundo:
-- He tenido muchos hijos, pero el más bonito de todos fue el que se me murió. Ahí está el retrato, que no miente –.