A la mujer y los dos niños no les interesaban las ratas que corrían libremente por los recovecos de los bloques de adobe con que estaba construida la precaria vivienda, una más del barrio Mendocita, más conocido como “el basurero”. Martha se encontraba allí de vacaciones; era lo que su madre había dicho al dejarla al cuidado de la abuela. A sus ocho años, la niña estaba acostumbrada a vivir en diferentes domicilios, situación que consideraba en extremo interesante. Para el inicio de clases faltaban tres meses, y para Martha cualquier sitio era bueno. Al asomarse a la puerta podía ver la escalera excavada en la misma tierra, hasta lo alto del cerro. Más abajo quedaba el vertedero, donde columnas de humo grisáceo se elevaban formando volutas que se mezclaban con el olor nauseabundo de los deshechos en descomposición. Desde la punta del cerro se podía observar la capital: “Lima, la Ciudad de los Reyes”, como la habían bautizado los españoles. Para la niña este título tenía su encanto. Su pequeña nariz se acostumbró con rapidez al permanente olor nauseabundo de Mendocita, y pasaba las horas correteando por el cerro con su tío Ernesto, que apenas era dos años mayor que ella.
Una de las estancias de la choza servía de dormitorio. En la otra la abuela criaba cuyes, unos animalillos sospechosamente parecidos a las ratas que suelen servirse en las mesas peruanas como platillo especial. Servía al mismo tiempo de cocina, baño y para llevar a cabo cualquier otro menester. No había más. Martha nunca pudo diferenciar los cuyes de las ratas que se movían libremente junto a las jaulas. Cuando la abuela preparaba cuy, ella saboreaba hasta el último huesito, sin importarle si eran o no parientes de aquellas.
Un día Marta sintió picor en el cuerpo, tanto que no podía dejar de rascarse hasta lastimarse la piel. Empezaron a brotarle granos con pus que ella misma reventaba con las uñas y acababan formando costras en una sucesión interminable. Cuando su madre la recogió de casa de la abuela, la llevó directamente al Hospital del Niño. Dijeron que tenía sarna. Le limpiaron todas las costras y aplicaron sobre las llagas un líquido que le dejó el cuerpo ardiendo. Siguió el tratamiento en casa de su madre y un mes después Martha estuvo curada y pudo volver a ducharse, cosa que no había hecho durante los tres meses que pasó con la abuela. Por las noches se sumergía en los libros que sacaba prestados de la biblioteca, aguardando el día en que su madre la enviaría a otro hogar diferente, como era costumbre. En esta ocasión fue a casa de unas tías, ya había estado con ellas una temporada anteriormente, y se alegró de volver a convivir con su prima Francisca.Ambas dormían en la misma cama y les gustaba hablar cuando se acostaban juntas. La primera noche Martha empezó a contar:—Paquita, esta vez vengo de una casa de donde yo nunca hubiera querido salir.—¿De veras? ¿Cómo era?—Tenía una entrada suntuosa, una gran sala, una escalera curvada que llevaba directamente a mi habitación, preciosa, con cortinas de seda rosada. El dormitorio era para mí sola... Pero no es eso lo que quería contarte. Cierto día bajé al sótano…—¡Tenía sótano! —exclamó Francisca abriendo tanto los ojos que podían verse en la oscuridad.—Por supuesto. Todas las casas así tienen sótano. Un día bajé y encontré cosas increíbles. Había una casa de muñecas que había pertenecido a Zaida, la hija de la dueña, cuando era niña. De mayor Zaida murió arrojándose desde el tejado.—¿Y por qué lo hizo?—Porque estaba enamorada de un torero.—¿Y qué tenía eso de malo?—El torero estaba casado.Francisca asintió con la cabeza, comprendiendo la lógica de la explicación. Satisfecha del efecto de su historia, Martha prosiguió.—La casa de muñecas se iluminaba sola por las noches y todo era tan pequeño que yo apenas podía meter los dedos por las ventanas. En alguna ocasión logré ver dentro algunas sombras, como si allí viviese gente diminuta...Martha calló cuando sintió la respiración acompasada de su prima. La abrigó con la colcha y dio un suspiro. Aún sin sentir sueño, siguió imaginando mundos que solo había conocido cuando su madre, al no tener donde dejarla, la llevaba a la Biblioteca Nacional, un lugar mágico donde las horas transcurrían sin sentirlas. Cerró los ojos y se vio a sí misma muchísimos años después, escribiendo libros tan grandiosos como los que allí había leído. Recordaría todos los lugares, todos los momentos, todas las penas por las que había pasado, y todas las comidas que no había tenido, para plasmarlas por escrito. Tal vez así, algún día, otra niña que como ella fuese en busca de refugio a una biblioteca nacional y pudiera sentir su soledad acompañada.