Revista Diario

El rio

Publicado el 23 octubre 2014 por Licomanuel

EL RIO
  
   Cuando tenía 5 años, en el colegio de mi pueblo, solíamos jugar a los rios: había que hacer uno modificando el cauce de la tierra, utilizando piedras o cualquier tipo de herramienta que tuvieras a mano y normalmente había varias personas, niños ensimismados que formaban una cola alrededor del recorrido intentando hacer que el agua discurriera por su camino hasta el agujero en la cerca. Algunos nos poníamos más arriba, ese era mi caso, otros más abajo pero había una especie de pacto no escrito por el cual todos ayudábamos a todos y nos pasábamos material (ramas) para intentar modificar la trayectoria. Lo curioso de aquella situación eran varias cosas: sólo se daba en momentos en los que había o estaba lloviendo y a pesar de la melancolía que acompaña a la lluvia en nuestra cabeza, no era un momento triste ni muchísimo menos, al reves, todos estábamos bullendo de energía, alegres, riendo y en plan operativo, todo el mundo estaba completamente concentrado. Aquella era una actividad de temporada porque en Verano ya no había posibilidad de seguir construyendo nada.
     La otra cosa curiosa era el hecho de estar enfocados en sólo una parte del campo, yo recuerdo el color de aquellos meandros, el marrón del fango, la tierra mezclada con el agua, el verde de los árboles que cruzaban el surco, el caudal de nuestro rio, era como si se hubieran puesto en primera línea de acción para poder ver todo el espectaculo y también me acuerdo del gris del cielo de aquellos días. 
  
   Pero lo más curioso de todo es algo completamente distinto: creo que fue alli donde empecé a tomar conciencia de mi forma de pensar, de mi forma de sentir, creo que fue de las primeras experiencias que tuve como hombre transcendente. En aquel momento, no existía en mi mente una forma de catalogar la experiencia, pero si existía ya aquella sensación en la boca del estómago, el sentido de lo que hacíamos se me resbalaba entre las manos y era consciente de que no había ninguno pero sin embargo había algo que lo embargaba todo: la presencia. Por un breve espacio de tiempo, notabas que tu vida te pertenecía, era como si el resto de la existencia nos hubiera sido enajenada y de repente fueramos conscientes, aquello era realmente ser. Es complicado entender como un niño puede hacer ese examen sectorial de la realidad pero también es cierto que de adultos perdemos la capacidad de comprender la forma abstracta, la desmaterializacion del pensamiento que es el mundo en la cabeza de lo que fuimos un día.
     Yo creo que todavía (afortunadamente) puedo ver algo de ese niño en mí, la capacidad de imaginar, la voluntad de liberar mi mente, en resumen, la resistencia a dejar pasar lo gris y la capacidad para identificar lo que soy y lo que no soy. Desgraciadamente, el río de esta parte de mi vida me es, a diferencia del otro, ajeno. Tendemos, en mi opinión, en esta sociedad tán rápida a olvidar lo que somos: no estamos hechos del ectoplasma de la pantalla, somos un amasijo de carne, nervios y sangre, naufragando diariamente en lo inmenso de lo que hemos creado, ese mundo onírico donde todo es perfecto, tan perfecto que la gente no tiene ano y claro, el que tiene uno (y lo sabe) sufre.
     Decía antes que mi río es ajeno. En estos momentos, como muchas otras personas, formo parte de una cadena humana, un engranaje de voluntades errantes de 9 a 5, donde tengo la misión de controlar cómo fluye el agua y hacerla llegar a su destino en el momento estipulado, es decir, soy jefe de proyecto, el equivalente a donde me ponía cuando colocaba ramas en los surcos. Alguien más imbuido del sutil arte de observar y atesorar ríos podría decirme que hasta ahí llega el paralelismo pero creo que no. Cuando la mano de la naturaleza o lo que quiera que la divina providencia sea (yo como químico sólo puedo creer en Boltzman) se agita, a su simple movimiento, los pequeños enlaces entre las (todavía más) pequeñas porciones de realidad, el tejido palpitante de este universo se desplaza eróticamente en el sentido de la querencia (el proposito) y hace que los diversos elementos (nosotros, el cielo, la tierra) de peso indescifrable (nuestra alma, nuestro color, nuestra superficie) se combinen todos juntos para ser artífices del continuo cambio.
   El otro río tampoco tiene ningún sentido. También combina multitud de variables y elementos (puestos flotantes) de características pasajeras e indefinidas (nuestras responsabilidades) para canalizar el continuo avance. El combustible en esta ocasión, en lugar de líquido, es metálico, es dinero, dinero fluyendo, dinero sobre más dinero.          

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